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El joven que hacía joyas que nadie podía comprar

Abr 14, 2018

Un joven orfebre llamado Enea Ferri, sostén de un hogar que había perdido al patriarca, y de su propia familia en formación, tomó la arriesgada decisión de “hacer la América”, tras lo cual se embarcó en una nave que lo llevaría a Caracas. La turbia atmósfera política del país lo hizo devolverse a su tierra, pero la nostalgia por este clima lo llamó de nuevo a la que sería la patria de su hijo menor, Mirco Ferri, quien cuenta esa historia para La vida de nos.

Fotografías: Álbum familiar

 

La vida, ya se sabe, es una cadena de situaciones impredecibles. Un auténtico ejercicio de imponderables. Desde la posibilidad de nacer o no. Desde el momento de la concepción, más específicamente. ¿Qué otra cosa es una persona, sino la combinación fortuita de un óvulo y un espermatozoide, ambos únicos, en un momento único? Un instante antes o después, y esa combinación ya no será posible.

Si Enea Ferri, mi padre, hubiese conseguido un empleo en donde le pagaran 80 mil liras al mes, yo no existiría. Ese era el sueldo que lo podría haber anclado a su país de origen, Italia. Tan solo 80 mil liras, que al cambio vigente para ese momento equivalían a unos modestos 130 dólares. Pero esa escuálida cifra estaba muy lejos de sus posibilidades. Por lo tanto, se decidió por la opción que tomaron muchos otros compatriotas suyos: hacer la América, como se le decía a la acción de emigrar a estas tierras.

Verona es una pequeña ciudad situada al norte de Italia, en la región del Véneto. Por su estratégica posición geográfica, fue víctima de frecuentes bombardeos que la dejaron severamente estropeada, convirtiéndose en una de las poblaciones más asoladas del país durante la Segunda Guerra Mundial. Son los años 50 del siglo pasado. Esas son las dimensiones espacio-tiempo en donde se originó la mayor aventura que mi padre emprendiera en su vida. Su oficio, aprendido a la fuerza desde los 15 años, era el de obrero en orfebrería. A esa corta edad quedó huérfano de padre y, por ser el varón mayor en una camada de siete hermanos, le correspondió contribuir con el sustento de esa nutrida familia. Nutrida en número, se entiende.

Alguien le consiguió un puesto de aprendiz en una de las grandes casas joyeras de la época, la Weingrill, y desde ese momento comenzó a adquirir los rudimentos de lo que sería su principal actividad durante el resto de su existencia.

 

Mi padre era un hacedor de joyas. Puede sonar glamoroso o sofisticado, pero en la práctica, para ese momento, el suyo distaba bastante de ser un oficio bien retribuido. La realidad era que, en medio de una economía devastada como la italiana, metida de lleno en la gran recesión de la postguerra, las joyas ocupaban el último escalón dentro de las necesidades del grueso de la población. Por lo tanto, el trabajo escaseaba, y estaba mal remunerado. Era una ironía: el precio de una pieza cualquiera que fabricara mi padre podía equivaler a su salario de un mes o, dependiendo de su dimensión, incluso de un año.

Si a esto le sumamos la circunstancia de tener a su cargo la manutención de su propia familia, que había iniciado al casarse con mi madre en el año 1953 y que ya contaba con la primera descendiente, mi hermana Daniela, además del deber moral de contribuir con los gastos de su madre viuda, su situación era bastante precaria. Tanto, que no podía alquilar un techo propio y debía resignarse a seguir viviendo en la casa materna con su nueva familia. Sentía la imperiosa necesidad, a sus 31 años, de tomar medidas que mejoraran las condiciones de los suyos.

Un día cualquiera, tal vez a mediados del año 1955, le revolvió la vida a mi madre al decirle:

—Lauretta, me voy a América.

Solo puedo imaginar el estupor de ella al escuchar tal noticia. Suponía separarse por un tiempo indefinido de su esposo y quedarse solas, ella y su hija que no llegaba a los 2 años, en una casa que, por mucho que las hubieran recibido como parte de la familia, no sentía suya. No debió ser fácil para ella, pero tras mucho cavilar, discutir, reflexionar, se convenció de que era una buena oportunidad para salir de la pobreza que los acechaba y, no sin cierto temor por la incertidumbre, le dio su aprobación.

Mi padre tenía apenas la promesa de un empresario conocido, que le ofrecía trabajo en una fábrica de joyas en Caracas, Venezuela. Tal vez fue en las conversaciones con ese hombre que tuvo las primeras noticias sobre aquel lugar, tan distante y ajeno. Sin embargo, eso no lo acobardó. Pienso que su lado aventurero lo impulsó a aceptar esa propuesta. Y fue así como renunció al trabajo, pidió prestado, vendió lo que pudo, hasta que alcanzó a reunir la suma necesaria para emprender el salto a tierras americanas.

Ese viaje tuvo varias etapas. La primera fue en tren, hasta la ciudad portuaria de Génova, uno de los dos puntos de partida de los emigrantes italianos (el otro era Nápoles, para los que vivían de Roma hacia abajo). En esa ciudad obtuvo su “Cédula para extranjeros”, expedida por el consulado venezolano, documento indispensable para entrar al país que había escogido como destino. Luego, solamente le quedaba esperar por el momento de abordar el barco.

No era un viaje en solitario: lo acompañaban tres paisanos, colegas de oficio. El día del embarque, se dirigieron con sus escasas pertenencias (las de mi padre cabían en un par de maletas de cartón plastificado) al muelle, en donde vieron dos barcos atracados: uno grande, vistoso, de tres chimeneas; y a su lado una modesta embarcación, de mal aspecto, con un solo escape. Al ver los nombres que ostentaban ambos navíos, supieron que viajarían en el más feo. Se trataba del vapor Nápoli, una nave veterana de la Gran Guerra y adaptada luego al transporte de pasajeros.

En ese momento, al abordar el desangelado buque, comenzó el verdadero viaje. Tras una especie de cabotaje por el mar Mediterráneo, en donde hicieron escala en Barcelona, cruzaron el Estrecho de Gibraltar para dirigirse a la segunda parada estipulada en su ruta, en la ciudad de Lisboa. Les faltaría otra, en las Islas Canarias, específicamente en Santa Cruz de Tenerife, y luego la gran travesía, el trayecto más largo del viaje, en el cual no verían tierra firme durante siete u ocho días. Solo mar y cielo, en una paleta de colores que se paseaba por todas las tonalidades del azul.

Un día, al subir a cubierta, los pasajeros notaron un cambio abrupto en el paisaje: ya comenzaban a ver tierra americana. Habían llegado a su destino. Un destino en donde todo iba a ser distinto a lo que estaban acostumbrados, partiendo de algo primordial, el idioma. Un nuevo idioma que debían aprender a la carrera, si querían subsistir en Venezuela.

Mi padre, junto a sus tres compañeros, abordó un autobús que, tras circular por la autopista que comunica la capital con el litoral, los paseó por una ciudad de aspecto ambiguo: no entendían si estaba siendo derrumbada o construida. Frente a sus ojos se alternaban rancheríos, construcciones antiguas, demoliciones en marcha e imponentes edificaciones recién levantadas, en una especie de caos en proceso de reorganización.

Hasta que finalmente llegaron a la calle Chacaíto. Tras algunas pesquisas, lograron dar con la fábrica de joyas La Scalígera, en la cual, aparte de trabajo, encontrarían precaria posada, pues se alojaron en unas habitaciones improvisadas dentro del mismo establecimiento.

No tuvieron mucho tiempo para turistear, por supuesto. Engancharon en el trabajo al día siguiente, tras acomodarse de la mejor manera en sus modestos aposentos. Tenían un objetivo inmediato, que era producir suficiente dinero para sostenerse ellos mismos y enviar remesas a la familia que habían dejado atrás. De tal manera, se dedicaron de lleno a su labor, en ocasiones de lunes a lunes.

Como venían de una buena escuela, no tuvieron mayores dificultades en su desempeño, y las cosas anduvieron bien durante cierto tiempo. Pero, al acercarse el final de 1957, el clima político del país comenzó a enrarecerse. Cada vez había más rechazo al dictador Marcos Pérez Jiménez, y a todo lo que este representaba. Como es sabido, él fue un entusiasta de la inmigración europea, la cual apoyó abiertamente, pensando que la inyección de mano de obra especializada contribuiría con el desarrollo del país. En reacción a ello, hubo atisbos de hostilidad hacia los inmigrantes por parte de algunos radicales, lo que ocasionó que mi padre y sus amigos comenzaran a sentirse amenazados, y temiendo quedar desempleados o algo peor, decidieron regresar a Italia, lo cual hicieron a comienzos de enero de 1958.

Su primera aventura terminó con un doloroso fracaso.

Enea Ferri se reencontró con su ciudad en pleno invierno, y eso acrecentó la depresión que estaba padeciendo luego de la experiencia fallida. Solía contarme que pasaba todo el tiempo que podía en la cama, arropado con todas las cobijas que tuviera a su alcance. Se había acostumbrado al clima venezolano, y lo extrañaba. Sin embargo, tuvo que salir de ese estado y tratar de recomenzar. Traía algunos ahorros, pero si no los cuidaba se desvanecerían muy pronto. Trató de colocarse nuevamente en alguna posición laboral, pero no tuvo fortuna.

Comenzó a cuestionarse la decisión tomada. ¿Había sido muy precipitada? Por algunas comunicaciones epistolares de colegas con los que continuaba en contacto, supo que las cosas en Venezuela se estaban tranquilizando, y el país se enfrentaba a un nuevo comienzo. Una idea empezó a darle vueltas. Regresar, pero en otros términos. No seguir siendo un asalariado, sino fundar su propia empresa. Ya se había dado cuenta de cómo se manejaban los negocios en su ramo, y se sentía con la capacidad suficiente para hacerlo. Así que volvió a reunirse con los compañeros de aventura, y entre todos decidieron que valía la pena volver a intentarlo.

En mayo de ese año mi padre regresó a Venezuela, con una mentalidad más agresiva. Volvió a emplearse con sus antiguos patronos, pero esta vez sabía que sería algo transitorio. Rentó un apartamento en un edificio cercano, el Vittoria (nombre que resultaría auspicioso), en el cual fijaría residencia temporal con su familia, ya que una de las metas que se propuso fue la de llamar a su lado a su esposa e hija, cosa que se materializó en diciembre de ese año. En dicha vivienda, además, comenzaría su proceso de independencia laboral. Improvisó un taller en la sala, donde se instalaba al acabar la jornada en la fábrica, junto con sus otros tres compañeros, a elaborar joyas hasta altas horas de la noche. Fue un período de trabajo durísimo, durante el cual dormían si acaso unas cuatro o cinco horas por noche. Era la única manera de lograr su propósito.

El 1 de enero de 1959 realizaron una ceremonia particular: contaron los ingresos obtenidos con su labor privada, que habían ido depositando escrupulosamente en el interior de una lata de café Imperial. La suma arrojó 4 mil bolívares, algo más de 1.000 dólares en ese momento. No era mucho, pero para ellos suponía un dineral, el capital inicial sobre el cual cimentar su empresa. A partir de ese momento supieron de lo que eran capaces. Renunciaron a sus trabajos, alquilaron un espacio de mayor tamaño, la quinta Dulmar, al norte de Sabana Grande, y allí echarían las bases de lo que sería más tarde un negocio floreciente: la fábrica de joyas Las Delicias.

Otro nombre auspicioso. Y no en vano este era en español.

 

Yo nací en ese período, en el año 60. Mi primera casa fue esa vivienda. En la planta baja estaban las instalaciones de la fábrica, y en el piso superior las áreas habitables, en donde cada socio contaba con un cuarto y un baño. Una especie de comuna en donde se conjugaban el trabajo y la convivencia.

Mientras tanto, mi familia comenzaba un proceso de adaptación a su nueva patria. Hubo que conciliar las costumbres que traía de Europa con las propias de Venezuela, y muchas veces ese proceso trajo híbridos que gozaron de mayor o menor fortuna. Pero en general logró encajarse, sin muchos traumas, en el tejido social del país. Por lo menos así fue para mí, el único venezolano por nacimiento de ese núcleo familiar. Aprendí simultáneamente ambos idiomas, pudiendo comunicarme con soltura en cualquiera de los dos, e intercambiándolos sobre la marcha cuando resultaba necesario. Y en los diferentes lugares en donde vivimos siempre tuve manera de entablar amistad con muchachos de las más diversas procedencias, tanto del interior como del exterior del país, lo que produjo un fructífero intercambio cultural.

Algo que sí se impuso en mi casa, y debo decir que de manera un poco impostada, fue el culto a la familia que había quedado atrás. Creo que era el cable que mi madre no pudo cortar nunca, el que la conectaba con su pasado. Mi padre, en cambio, se enamoró de su país adoptivo, de su gente, de su gastronomía y, sobre todo, de su geografía. Siempre que pudo viajó por él, por tierra. Sus paisajes favoritos eran los marítimos y los campestres. A veces nos llevaba, otras iba con sus compañeros de trabajo, en jornadas de cacería al cabo de las cuales nos traía algunas piezas comestibles y varios cuentos pintorescos, que yo fui atesorando en la memoria.

Si regresó a su tierra natal fue de visita. Nunca tuvo intenciones reales de devolverse, a pesar de que unos años antes de su muerte compró una vivienda allá, para quedarse algunas temporadas, cuando hiciera buen tiempo. Ese proyecto se desvaneció, pues su salud comenzó a deteriorarse abruptamente y falleció a temprana edad, cuando recién había cumplido los 61 años.

 

Treinta  y cuatro años después de ese acontecimiento, las cosas han cambiado de manera abrupta. Ya Venezuela no es la tierra de las oportunidades que fue entonces. Ahora es tierra de emigrantes. Mis dos hijas no pudieron eludir ese estatus. La mayor siguió la ruta inversa a la de su abuelo, y la menor recaló en las heladas tierras canadienses. Ya no viven en su patria. Como en un juego de puertas giratorias cuyo eje esté anclado en Caracas, repiten la aventura que es la migración. Roma, en Italia, y Edmonton, en Canadá, son las ciudades que las acogen. El idioma de su día a día ya no es el español, salvo en sus comunicaciones periódicas con nosotros. Su paisaje ya no tiene la sombra prominente del Ávila. Pero algo se llevaron de aquí, aparte de sus efectos materiales y los documentos que las acreditan como venezolanas. Algo inasible, pero que se manifiesta en el carácter, en las costumbres, en la gastronomía. Algo que pudiéramos llamar “la venezolanidad”.

No sé si algún día regresarán, en realidad. La situación todavía es demasiado incierta para hacer alguna conjetura al respecto. Como si fuese el sino de nuestra generación, al igual que miles de otros hogares, el nuestro se quedó vacío de hijos. Lo que sí es cierto es que los restos de aquel joven que hacía joyas que nadie podía comprar, están enterrados en el Cementerio del Este, en Caracas, junto a los de mi madre, como siempre lo quiso.


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Caraqueño, escribo programas (de computación) para vivir y narrativa para sentirme vivo. Soy asiduo visitante de las redes sociales, en donde he encontrado un nicho para mostrar mi trabajo. Autor de la novela Vidas de perros (2015).

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