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Como si lo hubiesen cortado por la mitad

Luis Miguel Núñez salió a protestar el 12 de marzo de 2014 frente a las Torres de El Saladillo, el conjunto residencial en el que vive, en la ciudad de Maracaibo. Estando allí, un policía le disparó de frente y un perdigón le impactó la columna. Desde entonces está confinado a una silla de ruedas.

Fotografías: María Inés Hernández

 

En una pared se puede leer “Saladillo Activo”. Al fondo suenan las agitadas campanas de la Basílica de Nuestra Señora de la Chiquinquirá. Por la planta baja de las Torres de El Saladillo se desplaza Luis Miguel Núñez Delgado. Abundante cabello negro y espesa barba, un mono deportivo azul rey y una franela azul marino. Va sorteando desniveles y escalones mientras impulsa con determinación y agilidad la silla de ruedas en la que está sentado.

Su destreza para desplazarse de esa manera es nueva. Tuvo que desarrollarla a sus 21 años. Toda su vida caminó y corrió por sus propios medios hasta ese día de 2014 en el que la indignación lo hizo bajar de su apartamento para encontrarse con la boca de una escopeta que portaba un funcionario policial.

Sucedió aquí mismo, en este conjunto residencial donde llevaba 16 años viviendo.

Luis Miguel compaginaba sus estudios de administración de empresas en la Universidad Rafael Belloso Chacín con un trabajo como asistente administrativo en la Clínica La Sagrada Familia, de Maracaibo. La mañana del miércoles 12 de marzo de 2014, tras haber finalizado sus vacaciones, debía reincorporarse a sus labores. Una manifestación a las afueras de las Torres de El Saladillo, sin embargo, se lo impidió. El país estaba sumergido en masivas protestas antigubernamentales y la de ese día era una más.

Ubicadas en el casco central de Maracaibo, Las Torres de El Saladillo conforman un conjunto residencial de cuatro edificios: el Barcelona, de color azul; el Maturín, de color amarillo; el Cumaná, de color rojo; y el Porlamar, de color verde. Desde las 4:00 de la mañana de ese 12 de marzo los residentes protestaban en las avenidas adyacentes. Con el paso de las horas, comenzaron a llegar muchos policías. Era de suponer que, como las anteriores, esa concentración sería disuelta con gas lacrimógeno, detenciones y heridos.

A las 11:30 de la mañana, Luis Miguel bajó de su apartamento, en el piso 9 de la torre Barcelona, a resguardar su moto. La había dejado en el estacionamiento para visitantes y temía que la probable incursión represiva de los cuerpos policiales al conjunto residencial se la llevara por delante y la dañara. Abajo, conversó con algunos vecinos, viendo desde la distancia la protesta, y un rato después volvió a su apartamento.

Estando allí percibió el olor a gas lacrimógeno. Unidades antimotines del Cuerpo de Policía Bolivariana del Estado Zulia (Cpbez) habían llegado arremetiendo con violencia contra los manifestantes.

—Voy a salir. No nos pueden reprimir así —sentenció, lleno de indignación.

La protesta no le era ajena: le afectaba la crisis socioeconómica que ya atravesaba el país, y que se sentía con especial dureza en la escasez de alimentos.

Estaba en la avenida Padilla, al frente de las Torres El Saladillo, cuando a la 1:30 de la tarde vio aproximarse a un policía que lo apuntaba directamente al pecho. Luis Miguel se volteó velozmente y trató de huir, pero el policía accionó el arma antes de que pudiera hacerlo, y un proyectil de perdigón penetró por su axila izquierda.

En ese momento quedó inmóvil. Fue como si lo hubiesen cortado por la mitad.

No sentía las piernas.

Varios manifestantes empezaron a arrojarles piedras a los funcionarios para evitar que lo detuvieran o continuaran haciéndole daño. Un vecino apodado Monito ´e Pila lo recogió del asfalto y lo cargó hasta la entrada del edificio. En la torre Cumaná había voluntarios de la Cruz Roja que se habían instalado allí para socorrer heridos. Estos no tenían insumos para atenderlo, pero en la Torre Maturín se encontraban unos voluntarios de la Cruz Verde, otro grupo de paramédicos voluntarios. Una doctora de ese grupo vio la profundidad de la herida en el cuerpo de Luis Miguel y determinó que era urgente trasladarlo a un hospital.

Cuando se dispusieron a hacerlo, el gas lacrimógeno concentrado en el estacionamiento donde los residentes de las torres guardaban los vehículos, lo dificultaba. No lograban llegar hasta el carro de la familia de Luis Miguel.

Ese no era el único obstáculo: la policía estaba decidida a bloquear el paso, impidiendo que lo sacaran del edificio. Los funcionarios vigilaban las salidas y detenían los carros que sospechaban que estaban siendo utilizados para trasladar a los manifestantes.

Desesperados, varios de los jóvenes se apropiaron de un carro que estaba en el estacionamiento y, esquivando a los policías, se enrumbaron a la clínica La Sagrada Familia, la misma en la que trabajaba Luis Miguel.

Llegaron a las 2:00 de la tarde. Su madre, Vidalina Ferrebus, ya le había avisado a Luis Nuñez, el padre de Luis Miguel, quien en su condición de médico se fue a esa clínica de inmediato a esperarlo junto a un equipo de especialistas. Lo ingresaron a pabellón apenas llegó. El perdigón le había perforado el pulmón izquierdo e impactado entre las vértebras T8 y T10 de la columna vertebral. Luis sangraba internamente, pero no había perdido el conocimiento.

La anestesia lo durmió.

 

No despertó sino luego de dos días y medio. Todo ese tiempo estuvo en la Unidad de Cuidados Intensivos. Cuando lo hizo le informaron que había perdido mucha sangre y que durante la operación fue necesario inyectarle adrenalina para evitar que muriera. Luego, un médico le dio un aterrador pronóstico:

—Tienes dos opciones: aceptar lo que está pasando o hacer ejercicio y ver hasta qué punto te puedes recuperar.  

“Lo que está pasando” era que el impacto del perdigón en la columna se traducía en pérdida de movilidad de sus miembros inferiores. Y, de las opciones, Luis Miguel escogió la segunda por lo que, tras pasar 17 días hospitalizado, inició fisioterapia en el Hospital Universitario de Maracaibo.

A la salida de allí, él y su familia se enfrentaron a un dilema: ¿denunciar o no? Luego de conversarlo, decidieron no hacerlo. Les pareció lo más prudente tomando en cuenta que sus gastos en la clínica, a pesar de que nunca se enteraron por qué, fueron costeados fue la gobernación del estado Zulia. Francisco Arias Cárdenas, del oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), era entonces el gobernador y el cuerpo policial al que pertenecía el funcionario que atacó  a Luis (Cpbez), actuaba bajo las directrices del poder ejecutivo regional. Denunciar, pensaron, era meterse en más problemas.

Pero esa decisión no los libraría de ellos.

Al segundo día de haber llegado a su casa luego de la hospitalización, dos funcionarios del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) se apostaron junto a la puerta. Podían escuchar todas las conversaciones. Allí se mantuvieron hasta que, al cabo de cuatro días, Luis se hartó de la vigilancia y los increpó:

—Ya no me queda nada que perder, me puedo comprar una pistola y matarlos. ¡No me interesa nada!

Los funcionarios abandonaron el lugar, pero se aseguraron de que la familia se supiera vigilada. A la mamá de Luis, que seguía protestando y apoyando a los jóvenes que lo hacían, la llamaban desde números desconocidos, a su celular o a su casa:

—Usted tiene otros dos hijos, puede ir presa —le decían.

Luis Miguel seguía recibiendo fisioterapia en el Hospital Universitario de Maracaibo. Varios medios de comunicación reseñaron lo que le había ocurrido. Al conocer su historia, unas 50 personas lo contactaron para ayudarlo con recursos. Algunos vivían en Italia. Varios de ellos le ofrecieron llevárselo para allá a fin de que recibiera atención médica.

Aceptó. En junio de 2014 llegó al hospital San Andrea de Roma. En la capital de Italia vivió por 10 meses, 6 de los cuales permaneció internado en el centro médico recibiendo terapias. Aunque el gobierno italiano le donó una moderna silla de ruedas, se demoraba en otorgarle una pensión que Luis había solicitado para poder pagar sus gastos. Por eso, al encontrarse sin dinero, tuvo que regresar a Venezuela.

Apenas volvió, sus síntomas se agravaron: inmovilidad total de las piernas e imposibilidad de controlar esfínteres. Decidió abandonar definitivamente los estudios universitarios. No quería que las muchachas de la universidad lo vieran en esas condiciones. Cayó en una profunda depresión que lo llevó a intentar suicidarse en dos ocasiones. Se internó en su habitación, donde permaneció una semana. Comía muy poco, dormía escasamente. Y así se mantuvo, aislado, hasta que una psicóloga, madre de un dirigente estudiantil que él conocía, le ofreció el apoyo terapéutico que lo ayudó a mejorar.

Al cabo de tres meses, la anhelada pensión que esperaba por parte del gobierno de Italia le llegó con retroactivos, por lo que regresó a ese país. Pero tres meses después, viviendo en la ciudad de Génova mientras le practicaban fisioterapias, sintió deseos de volver a su tierra, y así lo hizo. Regresó a retomar su vida cotidiana y a aceptar su discapacidad.

—Tenía que enfrentar mi vida, que ya no era la misma. Si volvía a caminar sería en Italia o en Venezuela, cuando Dios quisiera que pasara.   

 

Ya instalado nuevamente en Maracaibo se ha dedicado al comercio. Emprendió un negocio de venta de licores y empezó a vender comida por bultos. En septiembre de 2018 ganó un sorteo entre los vecinos de la Torre Barcelona para alquilar el local comercial ubicado en la planta baja del edificio. Allí vende alimentos, artículos de higiene y golosinas con la ayuda de su novia, Nayje Cohen.

—Tengo ganas de irme del país. Lo único que me detiene es que tengo a mi mamá aquí y le pueden hacer daño, porque ya lo intentaron una vez. Pero lo que más quiero es salir adelante, tener plata, ser millonario. Nadie me va a detener.

Y lo dice con esa determinación que ha debido desarrollar desde ese día en que dejó de sentir sus piernas.

 


Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.

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Soy periodista, politóloga y defensora de derechos humanos. Dejar testimonio de esta etapa para lograr justicia y reparación es mi gran reto. Me gustan los perritos, el tango y el flamenco.

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