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Donde las oportunidades sean lo único necesario

Steven González Pedroza | 10 abr 2024 |
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Corto, muy corto, casi siguiendo una estética militar. En casa, siempre vigilaron que Steven F. González no se dejara el pelo muy largo. Pasó por muchos peluqueros. Casi todos —como sus padres colombianos— habían salido de sus países buscando su lugar en el mundo. Ahora que vive su propio proceso migratorio, los recuerda.

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

En mi infancia, era tradición que los tres hombres de la familia fuéramos juntos a cortarnos el pelo. Mi primer peluquero fue un español de unos 60 años que todavía conservaba su acento. Era blanquísimo, de ojos azules. Recuerdo su local de vidrios transparentes y cerámicas color jade. Solía ser un poco tosco al cortar. Sin embargo, siendo yo muy pequeño, era lo que estaba a la mano, y no podía quejarme.

Las cosas cambiaron en algunas vacaciones cuando, por pura inercia, mi hermano y yo decidíamos cortarnos el cabello en otro lugar. Fue así como dimos con Saverio, el italiano que, creo, sigue teniendo su local en la avenida Baralt, en pleno centro de Caracas. Era fanático del fútbol. Sus vitrinas estaban llenas de referencias de equipos italianos, en especial del Inter de Milán, ¿será que era el equipo de la ciudad en que nació?

Era una época feliz, despreocupada. Mucho de lo que queda de esos momentos son recuerdos desordenados, idealizados y llenos de alegría. 

En este sitio conseguí al que sería mi segundo peluquero: Alberto, un venezolano echador de broma que, para el mundo conservador de las clases medias-bajas, transgredía el molde con un arete y un tatuaje. Todo un personaje, Alberto.

Por desánimo, ciertas rupturas de la adolescencia (ligadas a las amistades de la época) y la influencia de la autoridad paterna, me fui alejando de la avenida Baralt. En ese punto, comencé a descubrir por mi cuenta Quinta Crespo, la zona donde nací, crecí y viví. Aún puedo recordar las quincallas, las panaderías, los edificios gigantes, la cuadra de Bolívar, RCTV y el mercado.

Era un remedo de barrio de clase media, rodeado por zonas no tan amigables. Sin embargo, para ese momento aún no habíamos llegado al acabose. Aún era normal despertarse bien temprano los domingos, asistir a misa, luego a la panadería, comprar pizza o pan, e ir religiosamente por El Nacional, El Universal y Meridiano. Eso sí, los toques de queda en Quinta Crespo fueron los mismos toda la vida: después de las 6:00 de la tarde, corrías el riesgo de un robo, un secuestro o un balazo.

En ese sentido, Caracas siempre fue Caracas, y nosotros nos ajustábamos a las circunstancias. Así, en ese contexto, y a mis 14 años, conocí a Elizabeth, la tercera peluquera de mi vida.

Elizabeth tuvo que ser la persona con la que he durado más tiempo cortándome el cabello. Calculo siete años, como mínimo.

Era una persona extraña, que casi no hablaba, diferente al señor español y a Alberto. Era muy seria, pero tenía una mano muy suave. Con el tiempo entendí que ese rasgo de dureza venía del hecho de ser migrante, solo que de un país no-europeo. Alguna vez llegué a hablar con ella sobre eso y me contó, muy a medias, que por la pobreza y otras razones había decidido salir de Ecuador y probar suerte en Venezuela. Y la suerte, que ya tenía 15 años corriendo, se estaba agotando para el cierre de 2013.

Los precios subían y las cosas se ponían más difíciles. Hubo un momento en 2014 en el que ella decidió regresar a su país por una temporada, dejándome con la sensación de una ruptura. Su estancia allá duró poco más de cinco meses, en los cuales me fui a cortar el pelo con un tipo que me hizo valorar mucho el trabajo y los silencios de Elizabeth.

Cuando regresó y la vi en el local casi corro a abrazarla. 

Le dije que me cortase el cabello, aunque estuviera bajo todavía. 

Solamente quería que corrigiera el mal que me habían hecho en su ausencia. 

Y así volvimos a nuestra costumbre. 

Ella silente, yo indicándole lo que quería. 

Veinte minutos de corte, conversación, el pago por los servicios y una caminata meditabunda entre los reflejos de los carros de la calle.

Así fue hasta que un episodio lamentable nos unió y nos separó definitivamente.

Ocurrió en 2015. 

Durante la época en la cual el chavismo comenzó a deportar colombianos en la frontera, Elizabeth y yo fuimos víctimas de la xenofobia de un viejo que estaba en su local. Que nos fuéramos, que dejáramos de quitarle el trabajo a los venezolanos, que por nuestra culpa las cosas estaban mal en Venezuela.

El evento casi trasciende a violencia, pero gracias al temperamento de Elizabeth no sucedió nada. Yo me fui a mi casa a llorar, a decirle a mi hermano —que ya había migrado a Colombia— que me quería ir de Venezuela, que no era justo lo que estábamos viviendo.

Al tiempo, Elizabeth me dijo que estuviera tranquilo, que ese tipo que nos había insultado era un viejo loco. Y me contó que había tomado la decisión de irse a su país. En mi inocencia, como no queriendo aceptar en lo que Venezuela se había convertido, le pregunté por sus razones.

Me dijo que no se quería morir de hambre.

Los profetas ya no están en las escrituras, si no en el diario vivir. Simplemente hay que saber reconocerlos. 

Luego de esa vez no la volví a ver. 

Creo recordar, aunque no sé si es producto de mi imaginación, que aquel día, antes de irme, pude abrazarla y desearle que le fuera bien. El tiempo se nos estaba acabando en el país, solo que algunos lo veían más claramente que otros.

Luego de Elizabeth la vida fue un suplicio. Cada peluquero era peor que el anterior, y yo solía ser muy exigente y ambiguo con lo que quería. En mi casa, desde pequeño, hubo una lucha porque mi cabello tuviese una forma definida, corto, nunca largo, casi regido por una estética militar. Ahora lo veo en perspectiva y siento que inconscientemente algo de eso quedó en mí, esa mezcla de autoexigencia e insatisfacción con casi todo. 

En cierto punto, tomé la decisión de regresar con Alberto, hasta que, poco después, en agosto de 2017, en parte por las mismas razones que Elizabeth, migré a Cali, en el suroccidente colombiano. 

Visité Venezuela en diciembre de 2018 y me enteré de que sorprendentemente Saverio, que ya era un anciano en mi infancia, seguía vivo. Mientras que Alberto había muerto producto de un accidente en moto cuyas secuelas se agravaron por la falta de medicamentos. Alberto era un tipo cómico. Seguro murió con una sonrisa en la cara.

En Colombia, pasé por peluqueros que demoraban una hora (o más) en el corte, personas que hablaban más de la cuenta, una señora que tenían lesiones en el hombro y que no podían ejercer bien su oficio, algunos que me preguntaba si en Venezuela las cosas de verdad estaban tan mal.

Fuese en el pueblo de mis papás o en el barrio donde viví los primeros años en Cali, cada experiencia era incómoda. Los desniveles, mechones fuera de lugar, degradados horribles y errores se repetían una y otra vez. 

Un amigo me dijo que tenía un peluquero de mi país y que su experiencia con él estaba siendo buena. Ahí mi cerebro hizo clic: tenía que buscar a uno venezolano. Pero debía tener cuidado, porque si le preguntaba a peluqueros colombianos por peluqueros venezolanos, los primeros podían sentirse ofendidos, discriminados. 

No tengo manera para discernir por qué era importante la nacionalidad. 

Y fue así como en 2020 conocí a Daniel Marín, alias El Zumbao. El simple sobrenombre da cuenta de su personalidad. Era de Valencia, padre de cuatro hijas, ex Guardia Nacional. Tenía una cicatriz gigante en el brazo y una extraña fascinación por las motos y los celulares.

A veces me cortaba el cabello con cerveza en mano y escuchando Tito Rojas a todo volumen. Imposible no quererlo. 

Traspasado el necesario silencio de los primeros cortes, El Zumbao me contó que era duro para él estar lejos de sus hijas, lejos de su hermano y del país. Una vez, me contó con alegría que su hermano iba a ser papá. Estaba feliz con la noticia de que sería tío. Pero unos meses después me dijo, con gran tristeza, que la pareja de su hermano había perdido el bebé.

Su situación me hacía pensar en mí mismo, en mi hermano y en los lazos que se mantienen en la distancia.

Por cuestiones laborales, tuve que irme de Cali por unos meses, en los cuales no supe más nada de El Zumbao. Sus estados de WhatsApp se apagaron y no me molesté en escribirle o llamarlo. En junio de 2023, nueve meses después, volví al mismo barrio en el que había vivido. No fue tanta la sorpresa al enterarme de que El Zumbao se había ido de la ciudad, huyendo de los prestamistas a quienes debía parte de una vida y de otra, gente que había amenazado de muerte a su pareja actual y a su hijo.

Cuando me enteré de eso, deseé que su próximo destino estuviese cercano al de su hermano, a quien se notaba que quería y extrañaba mucho.

Entre 2019 y 2022, trabajé en Cali con una organización que ayudaba a población refugiada y migrante proveniente de Venezuela. En el contexto de ese trabajo, pude ayudar a El Zumbao y a su familia en el trámite del Permiso de Protección Temporal (PPT), que permitía a la población venezolana un acceso (mínimo y por momentos simbólico) a derechos y servicios en Colombia.

Durante el trámite, di con una historia que, a pesar de las circunstancias actuales, me permite entender las dificultades de la migración, pero la indiscutible oportunidad que esta representa para algunas personas. 

Cuando El Zumbao me vino a preguntar por el PPT, cumplí con la tarea de explicarle los pasos, los documentos y el tiempo que tomaba el trámite. 

Él asentía, decía: “ajá”, “ajá”, “ok”, “está bien”.

Hasta que me preguntó: 

—Mano, ¿y los de Migración Colombia van a averiguarle a uno los antecedentes en Venezuela?

Ahí pensé en que por fin conocería la historia de la cicatriz del brazo. 

Le expliqué que no, que para el trámite no se hacía eso, pues ni relaciones consulares existían en ese momento. Luego hubo un silencio extraño, como de tranquilidad y desconfianza, que vino seguido del porqué de esa pregunta. 

El Zumbao me respondió que en su juventud se había metido con gente equivocada, que una vez tuvo un enfrentamiento con la fuerza pública, que otra vez estuvo involucrado —de manera injusta, según él— en un intento de secuestro, entre otros. 

Es decir, todo un prontuario. Cuestión que para esa altura de mi vida ni me sorprendía ni me haría cambiar la opinión que tenía sobre él. Solo alcancé a decir que entendía, sin juzgar ni emitir algún comentario aleccionador. 

Sorprendentemente, la lección vino de él, que en un arrebato de claridad me dijo que estaba cansado de esa vida, que él quería otra oportunidad, que ya no quería hacer mal, sino que quería trabajar y salir adelante. Que sentía que podía ser en Colombia, pero que ya no quería vivir a la sombra de sus errores.

Como él han debido sentirse muchos de los migrantes que asumen el destierro como una posibilidad. Una nueva vida, nuevos lugares donde la suerte y las oportunidades son lo único necesario para subsistir.

La suerte. La misma que habrán buscado el español, Saverio, Elizabeth y ahora El Zumbao. Las oportunidades. Las mismas que he buscado fuera de mi país. Las mismas que cada cual debe tener en este mundo tan extraño que vivimos.

Steven González Pedroza

Sociólogo, magíster en filosofía y viandante. De Caracas, Venezuela.
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