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Eduardo y su año de silencio por delante

Jun 17, 2017

Eduardo García fue detenido cerca de una manifestación opositora en Maracaibo, el 7 de mayo de 2014. Tenía 22 años. Lo obligaron a entrar en una camioneta sin identificación oficial. Estuvo 2 años y 10 meses preso, por agavillamiento, intimidación pública con artefacto explosivo e instigación al odio, entre otros delitos. Hasta que su padre, Carlos García, intercedió por él en el Tribunal Supremo de Justicia. Solo entonces, le fue concedida la suspensión condicional del proceso, con la condición de no volver a manifestar ni salir del país.

Fotografías: Víctor Radovanovic y Ernesto Pérez

 

La mañana del 10 de marzo de 2017, Eduardo se levantó temprano y se puso la misma ropa que usaba siempre para ir al tribunal: camisa negra, pantalón beige, mocasines negros. La noche antes había empacado todas sus cosas en un morral porque tenía el presentimiento de que no volvería más al “tigrito”. Así llaman a la celda de 2 metros cuadrados que le había tocado ocupar por 2 años y 10 meses, desde que le imputaron los cargos de agavillamiento, intimidación pública con artefacto explosivo, instigación al odio y a la violencia, daño a la propiedad privada y delito de incendio en grado determinador.

A las 12.30 del día comenzó la que esperaba fuese su última audiencia. Buscó con desesperación en la cara de sus abogados un guiño, una sonrisa, cualquier señal que le confirmara que su reclusión había terminado. Pero en sus miradas solo encontró sobriedad. Desde octubre de 2015, su audiencia había sido diferida más de 40 veces. No sabía si iba a soportar una más.

Su padre, Carlos García, aún recuerda cuando su hijo mayor lo llamó desde el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional, en Maracaibo, para confesarle entre sollozos que quería matarse. Algunas personas le recomendaron conseguirle un psicólogo, pero él sabía que la mejor terapia para Eduardo era estar con alguien de su familia. Las visitas de su madre, Rossana, se habían vuelto cada vez más espaciadas, pese a vivir entonces en la misma ciudad. La falta de dinero le impedía trasladarse todos los fines de semana. Los hermanos de Eduardo, dos y tres años menores, se habían ido de la casa materna y tampoco pasaban tan seguido a visitarlo. Y él, tras el divorcio, tenía ya más de dos décadas residenciado en Caracas. La soledad empezaba a quebrar el alma de Eduardo.

El siguiente domingo, Carlos y sus dos hijas menores tomaron el primer vuelo a Maracaibo. Ese día, en la sala de visitas del Sebin, no hablaron de tribunales, de abogados ni sentencias. Conversaron como lo hace una familia alrededor de una mesa, entre trozos de pizza, risas distendidas y un lenguaje que solo ellos manejaban. Al final de la tarde, cuando se unieron los cuatro en un apretado abrazo de despedida, Eduardo volvió a ser Eduardo. El de la risa suelta.

 

Unos 15 minutos después de haber entrado a la sala, el 10 de marzo de 2017, le quitaron las esposas y la jueza le pidió que se acercara para leer el papel que le tendía. Lo tomó temblando y leyó para sus adentros, como si tuviera miedo de pronunciar en voz alta unas palabras que no quería escuchar.

Se otorga la suspensión condicional del proceso al ciudadano detenido Eduardo García Piña…

Los ojos se le llenaron de lágrimas y ya no pudo leer más.

“¿Será cierto? ¿De verdad voy a salir?”, pensó. ¿Suspensión condicional del proceso? ¿No habían dicho sus abogados que ya no era posible ese recurso, que ya habían superado esa etapa? ¿Estaba por fin el sistema judicial poniéndose de su lado? Miró atrás y su mamá no estaba. Su defensa no pudo ponerse en contacto con ella a tiempo para informarle de la audiencia.

Siguió repasando con su vista a los presentes y se acercó a quien siempre le había hablado con sinceridad.

—Dime que no es mentira, Toña —le suplicó a María Antonieta Torres, la abogada y activista de derechos humanos que, durante su encierro, lo regañó cuando tuvo que hacerlo, y lo consoló cuando no encontró otro hombro sobre el que llorar.

—¡Qué mentira va a ser Eduardo! ¡Ya estás en libertad!

Lo que Eduardo no sabía es que los retrasos y pretextos del sistema de justicia se acabaron gracias a su papá. Y también a los entresijos de ese mismo sistema que lo había tenido tras las rejas.

María Antonieta y el resto de los abogados habían entendido que, con evasivas e indirectas, la jueza y el fiscal del caso parecían decirles que la única manera de que liberaran al muchacho era abogando por él ante el Tribunal Supremo de Justicia, así que después de la última audiencia diferida, cansada ya de las excusas que daba la jueza, llamó a Carlos García a Caracas para decirle que ahora le tocaba a él interceder por su hijo.

La abogada había conseguido apoyo económico meses antes para viajar, junto a la madre de Eduardo, en busca de una audiencia con el defensor del pueblo, Tarek William Saab. Sin embargo, no lograron más que dejarle con su secretaria una carta que detallaba cada una de las violaciones a los derechos humanos de las que había sido víctima el joven zuliano. Ya no le quedaban ni a ella ni a Rossana medios para costear otro viaje a la capital. Hacía falta dar un paso más.

Carlos había evitado salir en defensa de su hijo por miedo a perder su puesto en una empresa estatal en la que tenía 28 años trabajando. Asimismo, la lejanía que sobrevino a la ruptura de la familia le había impedido involucrarse plenamente. Hasta que recibió esa llamada de María Antonieta y se decidió a ir, vestido con la camisa roja característica de los uniformes de las empresas públicas, a la sede del máximo órgano del poder judicial.

Allí llegó una tarde con el número de cédula de su hijo, su expediente y el fiero convencimiento de su inocencia. Después de entregar la carpeta en el vestíbulo, lo enviaron a la oficina de la asistente de uno de los magistrados.

La funcionaria conocía el caso de Eduardo desde hacía año y medio, cuando vio su nombre incluido en la lista de presos políticos que promovía el partido Voluntad Popular. Le extrañaba que, después de tanto tiempo detenido, nadie se hubiera acercado antes a abogar por él. Carlos le aseguró que Eduardo había llegado a esa lista sin la autorización de ninguno de sus padres y que su caso había permanecido, para bien o para mal, entre las sombras del anonimato.

Carlos fue un par de veces más al palacio de justicia y en la última oportunidad se despidió con la promesa de que una llamada iba a bastar para conseguir la libertad de su hijo.

 

El 7 de mayo de 2014, mientras el entonces presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, ocupaba la pantalla de todos los canales estatales, y conminaba a “los terroristas de la derecha a dejar quieto lo que está quieto”, Eduardo protestaba junto a decenas de jóvenes frente a la Universidad Dr. Rafael Belloso Chacín, en Maracaibo, sin sospechar que horas más tarde su destino pasaría a ser gobernado por el Estado.

Eduardo nunca militó en partido alguno y prestaba poca atención a lo que decían los líderes políticos en la televisión. Se había graduado de bachiller y esperaba un cupo para entrar a la universidad. Cientos de veces su madre le advirtió que no fuera a protestar. Pero ahí estaba él, con sus 22 años de edad, plantado en la Avenida Guajira. Había renunciado a la zapatería donde trabajaba. Estaba entregado a la resistencia.

Después de varias horas, junto a ocho amigos más, decidió regresar a la plaza que había servido de campamento para los manifestantes, luego de que un grupo de encapuchados llegara con la intención de quemar una gandola. Él, que llevaba meses saliendo a las calles en rechazo al gobierno y ya había sido detenido dos veces en circunstancias similares, sabía cuán rápido las cosas se podían salir de control. Lo mejor era mantenerse alejado de cualquier confrontación.

Sin embargo, esta vez los problemas lo encontraron a él.

Después de haber recorrido varias cuadras a pie, lejos de la universidad, funcionarios de inteligencia del Cuerpo de Policía Bolivariana del Estado Zulia lo interceptaron y, sin orden de captura ni explicación alguna, lo obligaron a entrar en una camioneta sin identificación oficial. Eduardo se resistió, pero los golpes que recibió en el estómago y en las piernas lo neutralizaron.

 

Las diligencias de Carlos García ante el Tribunal Supremo de Justicia ocurrieron en febrero de 2017. Cuando comenzaban a impacientarse ante la ausencia de resultados, Eduardo leyó las líneas que contenían la orden de excarcelación. Había transcurrido exactamente un mes de aquella visita al TSJ y 34 meses de los sucesos que lo llevaron a la sede del Sebín, en Maracaibo.

Menos de veinte minutos después de leer la orden a la que no terminaba de dar crédito, la misma camioneta que lo llevó al tribunal se detuvo frente a Eduardo. Pensó que solo tendría que volver unos instantes al Sebin antes de ir por fin a casa. Después de todo, había aprendido que la burocracia era algo de lo que no se iba a poder librar. Pero esa noche volvería al “tigrito” que deseó no ver más.

Pasó un día. Dos días. Tres días… Y los funcionarios de inteligencia seguían sin acatar el dictamen de su liberación. Aseguraban que esperaban la orden de instancias superiores. Eso sí, ya no lo trataban como a un preso cualquiera. Cada vez que Eduardo despertaba, se paraba frente a la cámara que había en su celda y lo subían al recinto administrativo donde pasaba todo el día tratando de distraerse, leyendo en la sala de estar o ayudando a los agentes en sus tareas cotidianas. Y cuando la desesperación de saberse casi fuera lo invadía, invertía horas tratando de comunicarse por teléfono con sus abogados, deseando que tuviesen una buena noticia que dar.

Tres semanas después, Eduardo estaba ayudando a unos funcionarios a guardar en la despensa los sacos de comida que acababan de llegar, cuando lo llamó el jefe de Investigación para anunciarle que ya podían ir a buscarlo. Al escucharlo, dio saltos, abrazó a todo el que se le atravesó por delante y buscó el bolso que no había desempacado desde que regresó del tribunal.

Atrás quedarían esos siete meses en los que no hubo otro preso cerca con quien compartir el encierro. Atrás, esos días en los que juraba escuchar voces de niños corriendo por los pasillos y canarios en la madrugada. Un día, mientras dormía, incluso sintió que alguien le tomaba la pierna y luego lo abrazaba. Desde entonces empezó a dormir de día y a pasar toda la noche despierto.

Durante ese tiempo, llenó todos los cuadernos de dibujos que le llevó María Antonieta, superó todos los niveles de los videojuegos que le había prestado una de sus abogadas y leyó hasta 10 veces cada libro que le llevaban. Un mundo sin fin, de Ken Follett, más que ninguno. Perdió la cuenta de las veces que se sumergió en las 1.771 páginas que contaban los padecimientos de una convulsionada época medieval: la peste negra, los odios, las venganzas. Al lado de todo eso, los suyos parecían mucho más fáciles de superar.

Todo quedaría atrás este 30 de marzo de 2017 y lo primero que sintió fue náuseas. Mientras estuvo preso jamás se enfermó. Pero ese día, cuando por fin salía de la cárcel, su cuerpo lo traicionó.

Ese momento se lo había imaginado cientos de veces, y por su cabeza solo pasaban sonrisas y abrazos. Pero ese día no lo buscaron sus padres ni sus hermanos. Fue, claro, María Antonieta quien le dio la bienvenida a la libertad y lo tomó del brazo para acompañarlo a la Basílica de la Virgen de Chiquinquirá, patrona de los zulianos.

Nunca un camino se le hizo tan largo como los 15 minutos que duró el viaje desde el centro de reclusión. Las manos le sudaban, pero sentía un frío raro que le erizaba la piel. Qué extraño. Aunque eran las 5:30 de la tarde, los termómetros en Maracaibo rozaban los 37 grados.

—Ya casi estamos llegando, Eduardo —le dijo María Antonieta.

—Apúrate, Toña, que me está dando una pálida.

Al llegar, Toña le consiguió un cepillado, porque no hay pálida que uno de “colita” no pueda curar. Unos sorbos y bastó para que el azúcar le devolviera el color.

Ya recuperado, entró en el templo, de techo alto y ventanas gigantes, para pagar la promesa que le hizo a la Virgen, cuya figura se descubría en la tablita de madera que reposaba sobre el altar. En silencio, despacio, con la solemnidad que parecía exigir el momento, se arrodilló frente a ella y estalló en llanto.

—Gracias —le pareció oír a Toña. Mientras tanto, ella apretaba frenética las teclas de su celular para contactar a Rossana y contarle que su hijo había sido liberado.

Después de pagar su promesa, Eduardo partió al terminal de pasajeros. María Antonieta y sus otros abogados lo presionaron a tomar esa misma noche un autobús que lo llevara a Caracas, a encontrarse con su papá. No había tiempo para visitar a su madre. La minúscula pieza adonde ella se había mudado, en una invasión a una hora de Maracaibo, no era un lugar donde se podía quedar.

Durante un año, Eduardo no podrá volver a manifestar en contra del gobierno. Tampoco salir del país ni dar declaraciones a los medios de comunicación. Y cada mes, deberá presentarse ante el tribunal. El Estado, de alguna manera, sigue controlando su destino. Excepto por una cosa: Al “tigrito” no tendrá que volver más.

SIGUIENTE ENTREGA:
La segunda guerra de Alexandra


La vida de nos agradece a la Comisión para los Derechos Humanos del Zulia (Codhez) por su apoyo para la elaboración de esta historia.

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Periodista y politóloga. Leo para desaprender y escribo historias para poner en duda lo que parece aceptado. Redacto para el portal Noticia al Día y soy activista de Proyecto Mujeres.

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