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Esto se acabó para mí

Mar 27, 2019

Ana no lograba procesar los grandes y constantes cambios en que se vio envuelta su cotidianidad. Eso la condujo a padecer un trastorno de adaptación y a una reacción depresiva aguda. Desde que la diagnosticaron ha estado de reposo, lejos del colegio en el que daba clases de artes plásticas y que se le había convertido en un entorno hostil.

Fotografías: Klerman Gutiérrez

 

Ella se inclina sobre el lavaplatos para descorrer la cortina y ver hacia el estacionamiento. Aún falta para amanecer. Deben ser como las 5:00 de la mañana. Hace rato se levantó, siguiendo su rutina. A las 8:00 debe estar en la escuela.

Hoy hay agua. Ana —nombre ficticio para proteger su identidad— está lavando la vajilla, sucia desde ayer. En la fría madrugada se escucha, amortiguado por la puerta cerrada, el chorro que llena el improvisado tanque en la ducha. Debe recoger cuanto pueda, porque no sabe cuántos días pasarán hasta que vuelva a haber agua. A su izquierda, la lavadora automática, mecánico testigo de mejores tiempos, la acompaña con su rítmico murmullo. A su derecha, sobre las hornillas de una cocinilla eléctrica, el budare, y el agua para el café.

Estos días ha pensado en no volver a la escuela. No es algo que se le ocurrió de repente, sino más bien una idea que lleva tiempo alimentándose, una decisión que ha venido aplazando.

“No sé qué voy a hacer este mes”, se dice cuando mira al interior de la nevera. Sus expectativas son inciertas. “Con algo de suerte, esta quincena me alcanzará para comprar medio kilo de queso y cuatro rollos de papel higiénico”, piensa.

Mira el reloj. Ya van a ser las 5:30. Calcula que tiene el tiempo justo para ducharse, desayunar, arreglarse y salir a esperar transporte.

Abre la puerta de la habitación de su hija menor y enciende la luz. Su guitarra, su cuatro y su bajo están sobre la cama. Era demasiado equipaje para un largo viaje en autobús. Emigró hace más de un año. Con ella se fue la música. La mayor, con una maestría en química, y un curso de arreglo de uñas, también se fue, hace seis meses. Y con ella, sus nietos.

“Con suerte hoy pasa algún conocido”, piensa, mientras cierra la reja de su apartamento y pone los dos candados de seguridad. Envuelta en la fría mañana merideña camina hacia la parada.

 

Van a ser las 7:00. La plegaria de Ana fue escuchada: se acerca un autobús y se sube en él. Agradece no haber tenido que trasladarse en un camión de estacas, como tantas veces le ha tocado hacer porque no pasa ningún carro del transporte público que la lleve al colegio, ubicado en “El Chamita”, un poblado a las afueras de la ciudad de Mérida.

Durante el camino inevitablemente le asalta el recuerdo de la vez que la atracaron en un bus. Fue hace tres años, en 2016. En un punto del trayecto dos muchachos se levantaron de sus asientos. Mientras uno vigilaba, el otro iba despojando de sus pertenencias a los pasajeros. Con ella se ensañó especialmente. Como no tenía dinero, ni un teléfono valioso, ni prendas, mientras la apuntaba a la cabeza con el arma, le desgarró su blusa y la manoseó todo lo que pudo, para asegurarse de que no tenía ningún botín escondido.

—Por sifrinas como usted es que este país está como está —le dijo uno de los hombres mientras introducía en su bolsillo el anillo de grado que le acababa de quitar.

Todavía tiene muy fresca esas imágenes en la mente. Todavía se pone nerviosa al recordarlas.

Aquella vez, Ana se dirigía a una escuela distinta a la de hoy. En ese pasado reciente, que hoy luce tan lejano, en el colegio no faltaban los docentes del aula, ni los especialistas en educación física, danza, teatro, huerto, informática o, como era su caso, artes plásticas. Los niños recibían una buena dieta: almorzaban arroz con pollo guisado. Y tenían sus meriendas. De hecho muchos asistían a clases porque en la institución podían comer, cosa que no les garantizaban en sus casas.

A ella el sueldo le alcanzaba para hacer mercado, vestirse y hasta para ahorrar. Nunca tenía problemas de transporte: cerca de su casa tomaba una buseta que la dejaba frente a la escuela. De regreso, igual. Y pasaban muchas, cada cinco minutos.

Pero de repente todo comenzó a decaer.

El sueldo le dejó de alcanzar para cubrir sus necesidades. Aun así, tomaba parte de su dinero para comprar cartulinas, papel, creyones y acuarelas, materiales que usaba en sus clases y que en el colegio escaseaban.

Cada vez se le hacía más cuesta arriba llegar a la institución y luego regresar a su casa. Los buses se hicieron escasos, al punto que terminó quedando uno solo, rojo, que pasa frente al colegio cada dos o tres horas. De regreso, la deja frente a una iglesia y en ese punto debe esperar otro transporte que la deje más cerca de su hogar. Y después, caminar.

El comedor cerró. Apenas funcionaba un área donde preparaban la comida, cuya calidad disminuyó notablemente. Muchos estudiantes desertaron. A las aulas iban apenas entre 10 y 15 alumnos, la mitad de los que asistían antes. Una nueva directora llegó al colegio, y  les insistía a los docentes que visitaran y entrevistaran a las familias, para saber por qué los niños habían dejado de ir a clases. Las respuestas eran que no tenían uniformes, ni calzado, ni siquiera comida. Algunos invertían el tiempo libre acompañando a sus padres a “bachaquear”.

La relación entre los docentes también cambió. Comenzaron a repartir combos de alimentos de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción, y eso dio paso a la división y la intriga entre los profesores que eran chavistas y los que no. Aquellos se reunían los fines de semana a escondidas, y recibían sus bolsas de comida, y a estos no les avisaban. Aquellos recibieron cocinas, neveras, a través de un programa que le descontaba los electrodomésticos directamente por nómina, y a los opositores nunca les llegó nada.

Una mañana, Ana entró al salón de clases un poco antes de lo acostumbrado. Los niños estaban con su docente de aula, sentados en el piso, jugando. Llevaba consigo sus láminas, lápices, y las fotocopias de los dibujos que los niños llenarían de color. Acomodaba sus materiales sobre el escritorio, cuando entró la encargada de la cocina. Allí, donde estaban en el suelo, con las manos sucias, sin plato ni servilleta, la señora les entregó su desayuno: una arepa sin relleno. Algunos de los niños se levantaron a buscar agua en el filtro.

Observando cómo levantaban sus miradas desde el suelo y extendían sus manos para recibir algo con qué desayunar, percibió algo más. “Los estamos formando como mendigos”, pensó. Se acercó a la docente del aula y le comentó la tristeza que sentía, pero aquella apenas levantó la vista del teléfono, e hizo un gesto con desgano y desinterés.

 

Ya son las 3:15 de la tarde. Ana hace poco finalizó su tercera y última clase del día. Se asoma a la ventana justo en el momento en que el preciado autobús rojo pasa frente a la escuela. Dispone de pocos minutos mientras da la vuelta. Se apresura a recoger sus cosas, y rápidamente baja por las escaleras. Ya se dispone a firmar el libro de asistencias cuando la subdirectora se interpone en su camino.

—Esta no es la hora de salida —le dice.

—Ya lo sé, profesora; sé que acordamos salir a las 3:30. Lo que pasa es que el autobús llegó con 15 minutos de adelanto, y el próximo pasará como a las 5:00. Si salgo tan tarde de aquí no conseguiré transporte hasta mi casa.

—Ese no es mi problema —responde la subdirectora, al tiempo que encoge los hombros.

Entonces la docente decide no dar más explicaciones. Se acerca corriendo a la reja de salida, que todavía está cerrada.

—Por favor, abra, que necesito tomar el autobús —le pide al vigilante.

—Me da mucha pena, profesora, pero tengo órdenes de mantener cerrado hasta las 3:30.

Se aferra a la reja y la sacude. Quiere arrancarla y salir de ahí.

—¡Déjenme salir, me tienen secuestrada, llamen a la policía! —grita una y otra vez.

Pero la reja no cede. Uno de los profesores se acerca y la ayuda a abrir la puerta. Corre. El autobús lleva varios minutos frente a la escuela. El conductor quizás divisó desde lejos la escena, y decidió esperar. Ya en el estribo mira hacia atrás y ve a muchos de sus colegas tras ella también caminando en dirección al autobús.

A las 6:30, ya oscureciendo, Ana se baja del único autobús que pasó después de una hora de espera cerca de la iglesia. De allí se echa a andar los casi dos kilómetros hasta su vivienda. Camina llorando en la penumbra, esquivando los montones de basura acumulados a ambos lados del vertedero que en otros tiempos fue una avenida limpia. Con temor observa los zamuros que levantan vuelo.

—Ya no más —se dijo al llegar al apartamento, ya de noche.

Ana nunca más ha vuelto.

Desde aquel día, le ordenaron reposo médico. “Trastorno de adaptación, reacción depresiva aguda”, decía el informe que le dieron.

—Si no me hubiesen dado el reposo, igual no habría vuelto. No pienso volver allá. Eso se acabó para mí. La crisis sirvió para que finalmente me decidiera.

Pero no deja de recordar a los niños. Enseñar es su vocación. Luego de seis meses de reposo, vivió un episodio que la emocionó: estaba caminando por la calle y una niña se soltó de la mano de una señora, que quizá era su madre, para correr hacia ella y abrazarla cariñosamente. Esa niña, que tiene síndrome de Down, había sido su alumna.

Solía sentarla en sus rodillas, mientras ella dibujaba apoyada en el escritorio.

 


Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.

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Vivo en la ciudad de Mérida. Soy ingeniero técnico en Química Industrial, y me dedico al desarrollo de software. Practico varios géneros de fotografía.

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