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Los periodistas no siempre vuelven a casa

Abr 18, 2018

El 26 de marzo de 2018, los periodistas Javier Ortega y Paúl Rivas, acompañados del conductor Efraín Segarra, del diario El Comercio, de Quito, fueron secuestrados por un grupo disidente de las FARC, que los mantuvo cautivos hasta el pasado 13 de abril, cuando se conoció que los habían asesinado. Jefferson Díaz, periodista venezolano radicado en esa ciudad, cuenta cómo se vivió la vigilia que concluyó con esta lamentable noticia.

Fotografías: Jefferson Díaz

 

Quito amanece soleado. Es el 14 de abril de 2018. Las nubes que bajan del volcán Pichincha son de un blanco cegador y engañan a los habitantes de esta ciudad tan acostumbrada a las lluvias y al abrazo de un clima que no respeta al sol. Pareciera un sábado cualquiera: el camión que vende las bombonas de gas recorre las calles de mi barrio, el olor a pan recién horneado inunda la calzada desde la panadería del señor Mauricio y los niños han bajado al parque a jugar una partida de fútbol.

La vida continúa pese al mordisco de tristeza que atacó el día anterior.

—No recibimos pruebas de vida y lamentablemente tenemos confirmación de la muerte de nuestros compatriotas.

El presidente de Ecuador, Lenín Moreno, lo dijo en una rueda de prensa luego de reunirse con su Consejo de Seguridad. Visiblemente molesto y agotado, confirmó lo que todo un país había temido. Sobrio, sin traje ni corbata, desde su puesto central en la mesa, habló poco más de 15 minutos con el ánimo de un hombre que se sabía sobrepasado por la situación y miraba hacia un futuro incierto.

Una multitud de periodistas, estudiantes de comunicación social de distintas universidades del país y ciudadanos se habían congregado en la Plaza Grande, en el centro de la ciudad, para esperar su pronunciamiento, aunque a esas alturas se sospechaba lo que estaba dando por hecho: que el periodista Javier Ortega, el fotógrafo Paúl Rivas y el chofer Efraín Segarra, todos del diario El Comercio, habían sido asesinados.

Yo estaba en mi escritorio, con los audífonos puestos y el canal Teleamazonas sintonizado en la computadora, cuando lo escuché. Desde que llegué con mi familia a Ecuador, hace ocho meses, no he dejado de lado el periodismo aunque trabajo con libros y editoriales. Sentí unas ganas enormes de llorar. Pensé en los peligros de mi oficio, en las veces que mi mamá o mi esposa me pedían en Venezuela que me cuidara. Sentí que podía haberme pasado a mí. De algún modo, todos los periodistas y ciudadanos del mundo habíamos sido derrotados.

 

En Venezuela, el periodismo se ejerce en una delgada cuerda floja. Según el Índice de Libertades Periodísticas de 2017, elaborado por el IPYS, 276 reporteros, 108 reporteros gráficos, 34 camarógrafos y 33 corresponsales extranjeros fueron agredidos ese año mientras hacían su trabajo. También ocurrieron 518 casos de censura contra medios de comunicación.

En mi experiencia como reportero llegué a recibir perdigones de la Guardia Nacional Bolivariana mientras cubría unos disturbios en Caracas. En otro episodio, unos policías nacionales, a punta de golpes y pistola, le robaron las cámaras fotográficas a nuestro equipo cuando reportábamos una Operación de Liberación del Pueblo, esos operativos de los cuerpos de seguridad conocidos por las sistemáticas violaciones de los derechos humanos y por el número de víctimas fatales que dejan en cada incursión.

Otra noche, en 2017, me llamaron desde París para decirme que Sebastián Pérez, un periodista francés-uruguayo, estaba preso en La Guaira por presunto tráfico de drogas. Habíamos trabajado por más de diez días en un reportaje sobre la precaria situación venezolana. A él y al camarógrafo los metieron presos, bajo falsos cargos, como un llamado de atención a los periodistas extranjeros que se atrevieran a llegar a mi país.

Después de ver por siete días seguidos, en la puerta de mi casa, en Caracas, una patrulla del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), la policía política remozada durante el gobierno de Hugo Chávez, y afianzada durante la presidencia de Nicolás Maduro, decidí emigrar a Ecuador. No pude dejar de asociar esa patrulla con mis colegas detenidos, y como tampoco me sentí de ánimo para verificarlo, ese día comencé a preparar todo para venirme a Ecuador, donde me esperaba mi otra nacionalidad, ya que aquí nació mi madre.

Sin embargo, en Venezuela, durante estos años de duros golpes a la prensa, no hemos vivido un caso tan atroz como el de los periodistas ecuatorianos. Verlos encadenados, saberlos alejados en el medio de la selva y separados de los suyos, sobrepasa todos los límites del peligro de informar. De decir la verdad. Los periodistas muchas veces pecamos de invencibles, sin detenernos a pensar en lo efímero y frágil de nuestra condición humana.

 

Javier Ortega y Paúl Rivas llevaban meses cubriendo el delicado tira y encoge que sostienen los militares colombianos y ecuatorianos con el grupo de “El Guacho”, jefe del autodenominado Frente Oliver Sinisterra, una facción disidente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Javier firmaba sin miedo las notas en las que contaba cómo las vidas de los pobladores del norte de Ecuador pendían de las extorsiones, asesinatos y secuestros. Los testigos no querían hablar, estaban bajo amenaza de muerte de los narcotraficantes y guerrilleros, y Javier logró que poco a poco esta situación se conociera en todo el territorio nacional.

El 26 de marzo, acompañados del conductor Efraín Segarra, Javier y Paúl trabajaban en una investigación sobre los efectos que ha tenido la mano de hierro de la guerrilla en los habitantes de Mataje, en la provincia de Esmeraldas. Por esto, y una serie de reportajes anteriores sobre el mismo tema, se presume que fueron secuestrados por El Guacho y su gente.

Mataje es una zona intrincada considerada por los gobiernos colombiano y ecuatoriano como de alto riesgo. En esos 586 kilómetros lineales de frontera, sus 3.2 millones de habitantes, entre Colombia y Ecuador, viven bajo el asedio de los criminales. Solo seis días antes del secuestro de los periodistas de El Comercio, El Guacho ordenó el ataque a un convoy militar ecuatoriano que pasaba por ahí. Un tanquero bomba abandonado en una vía secundaria les quitó la vida a tres soldados y dejó gravemente heridos a otros tantos.

A pesar de haber nacido en Ecuador, este hombre anda por el sur de Colombia en compañía de sus hombres. Las autoridades ecuatorianas calculan que llegan a 500, aunque los informes de inteligencia de Colombia indican que no son más de 80 los integrantes de su grupo. En 2017, se supone que El Guacho se plegaría al proceso de paz colombiano, pero desertó de las FARC y regresó a la clandestinidad. Fue al sur de Colombia a donde trasladó a Javier, Paúl y Efraín, y bajo amenazas de muerte exigió a los gobiernos de ambos países la liberación de tres de sus compañeros presos en Ecuador y el cese de operaciones militares en la frontera.

Nunca olvidaré ese video: Paul a la izquierda, Javier en el centro y Efraín a la derecha. Encadenados el uno al otro y con camisetas roídas. El 3 de abril, nueve días después de su secuestro, sería la primera y única prueba de vida. Dura poco: 22 segundos, bajo una luz que parecer ser matutina y un fondo que indica los pormenores de una selva que ha visto desde hace muchos años este tipo de incidentes. Javier toma la palabra. Sobrio, abrazado a sus dos compañeros y con la mirada directo a la cámara, le pide a Lenín Moreno que actúe acorde a las exigencias de los secuestradores:

—Nuestra vida está en sus manos, señor presidente —decía sin vacilación.

Fue la última vez que el mundo los vería con vida. La última vez que la esperanza sería mayor que la preocupación.

 

Los epitafios son la unión de todo lo que sembramos y la huella que dejamos en nuestros semejantes. Javier era metódico. Cubría la fuente de judiciales con la misma precisión que un relojero arma sus delicados mecanismos. Después de cada pauta, cada entrevista, cada reportaje, su escritorio se llenaba de hileras e hileras de papeles en busca de datos y el preciado contexto que deben tener las notas periodísticas. Paúl tenía el ojo entrenado para la composición fotográfica. Un ojo que le proporcionó varios premios y el respeto de sus colegas fotoperiodistas. Efraín era su apoyo. Su experiencia como chofer le valió la comprensión y cariño de quienes hacen vida en El Comercio, un diario fundado en 1906. “A usted se le había olvidado algo en una pauta o en su casa, y ahí estaba él dispuesto a echar una mano”.

Estas no son mis palabras. Yo no los conocí. Son las palabras de sus amigos y compañeros de trabajo recogidas en entrevistas.

Fue conmovedor ver a periodistas de todo el Ecuador hacer vigilias en las plazas centrales de sus ciudades para exigir su liberación. Con pancartas, velas, consignas y mucha fuerza les pedían a los responsables de velar por las vidas de Javier, Paúl y Efraín que no descansaran, que no se rindieran, que hablaran con la verdad porque el periodismo, como la vida, solo puede ser libre cuando se fundamenta en la verdad.

Asistí a una de estas vigilias en Quito. Esa noche del 27 de marzo, los rostros adustos y expectantes daban un sentido de fortaleza que alejaba los males de un triste desenlace. Los periodistas asistimos sin el carnet de prensa o esa aura mal adosada de conocedores de lo que los demás no saben. El frío nos obligó a unirnos más y formar una masa uniforme de plegarias y peticiones que abarcó buena parte de la Plaza Grande, justo frente al Carondelet, el palacio presidencial que ha sido testigo de revoluciones. Allí se producen cambios de guardia militar todos los lunes, cuando la mayoría de las veces el presidente aparece para saludar a sus conciudadanos.

Esa noche no pasó eso.

Solo la vicepresidenta, María Alejandra Vicuña, salió a dar la cara para informar que dentro del gobierno se estaba haciendo todo lo posible por el rescate de los compatriotas. Quizás fue el frío, pero al escuchar este discurso muchos sentimos cómo se nos helaba la sangre ante la impotencia de no poder hacer mucho más que informar sobre los acontecimientos.

El 12 de abril, un día antes de que el presidente ecuatoriano confirmara las muertes, sentí un vacío en el estómago. Por las redes sociales circularon fotografías en las que se daba por muertos a los periodistas. Las lágrimas y gritos de dolor fueron tan grandes como los insultos que recibió el ministro de interior de Ecuador, César Navas, tras dar esa noche una rueda de prensa en la que pedía tiempo para la verificación de lo que ya muchos sabíamos. Lenín Moreno, de visita en Perú para participar en la Cumbre de las Américas, regresó al país de inmediato y a su llegada al aeropuerto internacional Mariscal Antonio José de Sucre en Quito, dijo:

—Doy un plazo de 12 horas a los secuestradores para que nos den otra prueba de vida. ¡Ya no más! ¡No dejaremos que estos personajes nos intimiden!

Se notaba enojado y preso dentro de un cuerpo deseoso de un desenlace feliz. Es la primera vez que Ecuador vivía una situación como esta, como la que tanto ha vivido Colombia o como la que se vive en México, donde han sido asesinados 40 periodistas durante la presidencia de Enrique Peña Nieto.

Esa fue la noche más larga. Una noche de vigilia en la Plaza Grande hasta pasadas las 12:00, y yo despierto en mi casa, hasta las 3:00 de la mañana, revisando las redes sociales mientras mi hijo y mi esposa dormían.

A la mañana siguiente, nuevamente la plaza del casco central comenzó a llenarse de gente. Y a las 3:00 de la tarde, ya no había lugar para la esperanza.

Mientras escribo esto, la noche del 16 de abril, han pasado algunas horas desde que el presidente Lenin Moreno dijera:

—¡Tengan la seguridad que no descansaremos. Vuelvo a recalcar: no descansaremos, hasta que se haga justicia!

Nuevamente llueve en Quito. Y en la plaza quedaron los gritos de todos aquellos que piden justicia y paz para un país que no quiere ser parte de una guerra por las drogas. Para un país al que siempre le faltarán tres, que no volverán a una sala de redacción ni a sus hogares.

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1986. Periodista. Trabajé en medios como Últimas Noticias, Vivo Play y El Estímulo. Soy fiel creyente de que se puede vivir de escribir y que para ser bueno -en lo que sea- se debe adoptar una filosofía de eterno aprendiz.

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