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Resiliencia es mi palabra

Oct 14, 2017

Enfermedad rara, huérfana, minoritaria, el Síndrome de Dravet es un trastorno neurológico que afecta a 1 de entre 20 y 40 mil niños. Yenmar tiene 7 años y desde los cinco meses sufre frecuentes convulsiones. Yenjarí Ramírez, su madre, creó la Fundación Dravet Venezuela, para contribuir a que otros niños sean diagnosticados, tratados y puestos del lado de la supervivencia y la esperanza. Aquí cuenta su historia de fortaleza y perseverancia. 


Fotografías: Carlos Fuguet

 

Nunca me quedo en el piso para ver quién me recoge: yo me caigo, me levanto, me quito el polvo y sigo. Eso me viene de casa. Somos muy unidos. Sin el aliento y consejos de mi familia, no hubiese podido salir resiliente.

Todo lo que hago es con amor de madre, madre guerrera, madre llena de esperanza de que algún día llegará la cura o el tratamiento indicado para los niños que, como mi hija, padecen el Síndrome de Dravet.

Yenmar convulsionó por primera vez durante 15 minutos. Tenía cinco meses de nacida. Veníamos de un día normal, de un paseo familiar. Era hasta entonces una niña normal, que nació tras un embarazo y un parto normal.

Íbamos a aplicarle su baño nocturno cuando empezó a temblar incontroladamente. La envolvimos en una cobija y la llevamos a la clínica, la asistieron y, tras 24 horas en observación, volvimos a casa.

Llevo un meticuloso registro de cada uno de los episodios convulsivos que ha sufrido desde que nació, el 10 de octubre de 2010.

Día 10 del mes 10 del año 10. Curioso.

Yenmar convulsionaba, al principio, cerca del día 10 de cada mes.

A los ocho meses volvió a convulsionar mientras la amamantaba. Era mediodía. Tenía 40 grados de temperatura. Me la dejaron dos días para hacerle exámenes más profundos que, de nuevo, salieron completamente normales. Durante esa hospitalización pronunció su primera palabra: mamá. Al día siguiente de volver a casa, cuando la iba a bañar, otra vez convulsionó y vomitó. De nuevo a la clínica por un día. Quince días más tarde tuvo otitis y dengue clásico. Una semana hospitalizada.

Entre los 9 y los 12 meses estuvo controlada. Pero una semana después de cumplir el año convulsionó durante 55 minutos. Camino a la clínica no paraba de contorsionarse aunque tenía una temperatura casi normal.

Fue la primera vez que le pusieron el medicamento directamente en la arteria yugular, un proceso muy agresivo. Me sacaron, no me dejaron ver cómo lo hacían. Las convulsiones no pararon sino hasta la tercera dosis. Esa vez se complicó mucho su respiración. Estuvo en cuidados intensivos durante 15 días, completamente sedada, con los ojitos tapados con algodones. La vieron muchos médicos, de distintas especialidades. Su salud estuvo muy comprometida, bajó tres kilos, tuvo una pancreatitis, la alimentábamos con un centímetro cúbico de manzanilla. Luego estuvo tres días más en una habitación.

Dos meses después, Yenmar convulsionó durante 10 minutos. Vuelta a la clínica y a las mortificaciones. Los médicos que veíamos en Valencia me refirieron a Caracas, a un neuropediatra especializado en epilepsia. En esa primera consulta, solo con conocer los síntomas, sugirió hacer un examen genético que descartara el Síndrome de Dravet.

Dravet. Al menos había un nombre para lo que estábamos pasando.

También conocida como Epilepsia Mioclónica Severa de la Infancia (SMEI), es una enfermedad descrita en 1978 por la psiquiatra y epileptóloga francesa Charlotte Dravet. Solo desde el año 2003 existe el test que ayuda a su diagnóstico.

Enviamos una muestra del ADN de la niña y de nosotros, los padres, al Instituto de Genética Médica y Molecular del Hospital Universitario de La Paz, en Madrid. Eso a través de la delegación española de la Fundación Síndrome de Dravet, institución creada originalmente por padres que no se resignaron a la enfermedad que ataca a sus hijos. Hoy, como dice su página web, la institución reúne a profesionales, pacientes, investigadores, médicos, voluntarios y patrocinadores en la búsqueda de una terapia efectiva.

La prueba genética se demoró ocho meses.

Seguíamos con convulsiones atípicas, sin fiebre, sin explicación. Ningún medicamento hacía efecto. Hubo un mes en que pasamos todos los fines de semana en la clínica. Entrábamos el viernes y salíamos el domingo. Seguían haciéndole exámenes de todo tipo que, como siempre, salían normales.

El 17 de enero del 2012 llegó el resultado. Salí en shock. La noticia la recibí en Valencia al lado de mi madre, que me miraba fijamente. Yenmar tenía un 57% el Síndrome de Dravet en su cuerpecito.

La neuropediatra me explicó muchas cosas para las que ya me había preparado y que, sin embargo, en ese momento no entendí: que se trataba de una mutación genética que afecta los canales de sodio, caracterizada por convulsiones clónicas o tónico-clónicas generalizadas, resistentes al tratamiento farmacológico; que era una enfermedad considerada rara y que suele aparecer entre los 4 y 12 meses de vida; que sus síntomas podían ser desencadenados por cualquier mínima variación de sus hábitos y emociones, por un ruido o un cambio de la intensidad lumínica de la tarde, por un cuadro febril. Me dijo la doctora que aunque la enfermedad es de origen genético, el estudio de nosotros había dado negativo, que entre 20 y 40 mil niños, solo uno tiene el síndrome, que esa suerte nos había tocado a nosotros.

 

La larga estadía en la unidad de cuidados intensivos había dejado secuelas a tratar con varios especialistas. También debían comenzarse terapias y una atención multidisciplinaria para nivelar su desarrollo evolutivo, puesto que después de cada convulsión el desarrollo cognitivo y psicomotor vuelve al principio.

Son incontables las veces que Yenmar ha reaprendido a caminar y a hablar.

Teníamos por delante un arduo trabajo de familia. Tantos planes que tuve como mujer y como profesional se vinieron abajo. Mi hija me necesitaba, me sigue necesitando. Yo era de las que lo tenía todo planeado. Terminé de estudiar mi licenciatura en Educación Inicial en la Universidad de Carabobo, me casé a los 26 tras un noviazgo de 10 años, planificamos el embarazo e incluso la cesárea. Pensaba que apenas Yenmar tuviese un año de edad la pondría en una guardería y volvería a mi trabajo. Siempre quise trabajar con niños especiales y hasta hice pasantías en esa área, pero no imaginé que tendría que hacerlo con mi propia hija.

No tuve más opción que seguir adelante.

Al principio yo leía mucho sobre casos de niños con Dravet en sillas de ruedas, que morían a temprana edad. También sobre niños que iban sobrellevando la enfermedad y sus madres tenían un blog. Veía intentos de tratamiento que enseguida consultaba por correo electrónico con los médicos aquí, en Venezuela. Llamaba a España haciendo preguntas. Muchas veces, en plena crisis epiléptica, era yo quien aportaba la razón desencadenante y sus consecuencias. Y no pocas veces acertaba.

Con el tiempo he ido aprendiendo, por ensayo y error, qué causa las crisis de epilepsia. Yenmar tiene que cumplir una dieta baja en sodio, por eso debo medir el porcentaje en cada comida. No puede comer muchos carbohidratos. La comida debe estar picada muy finamente por si hay un evento epiléptico en pleno almuerzo o cena. No puede pasar de un ambiente cálido a otro frío o viceversa. El agua del baño debe estar a temperatura ambiente y estable. No puede ver directamente un bombillo ni la luz del sol. Me dijeron que no debe ir al cine y no me he atrevido a intentarlo. No puede ver por mucho tiempo televisión ni la pantalla de la computadora. Sus emociones también la hacen convulsionar: no puede reírse mucho, llorar mucho. Sus salidas de casa son muy cortas, mejor si es de noche, lejos de los ruidos, las luces, la gente.

Una vez estábamos en un parque y un señor se acercó a hacerle morisquetas. Ella estaba muy feliz, se reía a carcajadas. Empezó a convulsionar y terminamos en la clínica.

 

Cuando Yenmar tuvo cierta estabilidad física y emocional, acordamos con los terapeutas que era momento de que comenzara su vida escolar. Había una pequeña institución que parecía ofrecer las condiciones para un caso como el nuestro. La familia entera acompañó a Yenmar en su primer día de clases. Era una emoción muy grande haber superado pronósticos que decían que no iba a volver a caminar o a hablar. Mi mayor especificación a la escuela fue que la niña no se golpeara la cabeza. Pero se golpeó y convulsionó, pese a que tenía una tutora permanente, tal como lo exigió el propio colegio. Poco después la niña se desestabilizó y tuvo muchas convulsiones, la hospitalizamos varias veces.

Al tiempo, cuando quisimos volver a ese colegio, no la aceptaron. Alegaron su condición de salud. Me topé con el rechazo, con la dificultad que significa la inserción escolar para un niño con condiciones especiales.

Sin desmoralizarnos, decidimos que el colegio iría a casa. Mi mamá —también educadora— y yo, junto al equipo de terapeutas que ya la atendía, nos encargamos de todas las rutinas y terapias que necesitaba el desarrollo de Yenmar. También de su educación. Durante todo el día entran y salen de mi casa especialistas que practican a la niña terapia ocupacional y del lenguaje, fisioterapia y psicopedagogía, entre muchas otras. Yenmar debe estar en constante estimulación y movimiento para que, cuando ocurra un evento, no se acentúe el deterioro físico. Para un niño con Dravet las terapias son un estilo de vida.

Mi casa luce como un centro de terapia. Está toda dedicada a Yenmar.

Nuestra rutina comienza a las 9:00 de la mañana y acaba en la noche, sin importar protestas políticas o lluvia. Si un terapeuta debe faltar a su horario, yo misma me encargo. A eso se suman las dosis de los muchos tipos de medicamentos que debo darle, su siesta, terapias alternativas y tiempo para el juego. Y yo sin dejar a un lado la cocina, la atención de la casa.

La vigilancia no termina ni siquiera en las noches, por eso duerme en nuestra cama. Siempre alguien debe cuidar el sueño de Yenmar para contraatacar una posible convulsión, que a veces puede ser del tipo llamado «episodios de ausencia», en los que se produce una alteración de la actividad cerebral pero sin espasmos visibles. Puede durar segundos o minutos. Si no se atiende se instala y requiere atención médica.

En cada hospitalización de Yenmar conocí madres que tampoco sabían por qué convulsionaba su hijo. Conversábamos, intercambiábamos información y medicamentos. Cuando yo mencionaba que mi niña tenía el Síndrome de Dravet veía cómo padres, terapeutas y hasta médicos se mostraban curiosos, nunca habían oído sobre él. Un día me dije que algo bueno tenía que sacar de todo lo que estaba viviendo con mi hija. Decidí entonces crear la Fundación Dravet Venezuela para dar a conocer la enfermedad en mi país y así ayudar a su diagnóstico temprano, que es la clave de una mejor calidad de vida.

La escasez de alimentos y medicinas que vive hoy Venezuela ha hecho que los esfuerzos de la fundación se dirijan no solo a niños que sufren epilepsias, sino además a apoyar y promover jornadas de repartición de medicinas, alimentos, ropa y juguetes para niños y adultos mayores. También entregamos alimentos ya preparados para los cuidadores. Los aportes los realizamos a partir de donativos que consigo dentro y fuera del país.

He ayudado a muchas personas a intercambiar medicinas. No tengo apoyo institucional. Me donan dinero, lo convierto en bolívares y lo reparto, me envían medicinas y las dono con mucho cariño. No puedo ser indiferente ante el hambre y la desprotección que viven tantos niños en situación de calle. Además de donaciones, doy orientación. Me planifico para poder cumplir con todo. En las redes sociales de la Fundación Dravet Venezuela publico a diario el trabajo que hacemos, y brindo consejos a los padres sobre cómo tratar a su niño con Dravet. También está una lista de médicos y terapeutas que tratan a Yenmar. Mi propósito es que otros padres sigan adelante, que sean resilientes.

A todo el que me dice «no sabemos cómo agradecerlo», yo solo le respondo: con bendiciones para mi hija es suficiente.

El 10 de octubre de 2016, cumpleaños de Yenmar, estábamos en México recibiendo un tratamiento de células madres a base de citoquinas, que son capaces de regenerar en un 90% sus neuronas. Ese tratamiento debe ser aplicado cada seis meses durante dos años. Pero este año no hemos podido viajar a Chihuahua, donde está el Centro Edelfo, especializado en regeneración neuronal. Perdió su cita de abril por los acontecimientos políticos en Venezuela y por nuestras dificultades económicas. Y ese tratamiento es indispensable para el control y disminución de sus convulsiones.

Pese a terapias y medicamentos, pese a mi empeño, Yenmar ha seguido teniendo convulsiones. No se ha hospitalizado, pero ahora se pone hipóxica, comprometiéndose su parte respiratoria. Conseguir sus medicinas se ha vuelto muy complicado, y quien sufre es ella con sus convulsiones. Mi mayor temor es que se me vaya de muerte súbita por una convulsión.

Mi hija es una niña feliz, inteligente, coqueta, que ama la naturaleza. Ella y sus amiguitos con epilepsia me han enseñado que no debemos quejarnos, que hay que ser resilientes. Es una manera de decirme a mí misma: lo que estás pasando no es nada al lado de lo que están pasando algunas familias. Esa es mi palabra todo el día y todos los días: resiliencia.


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Poeta, narradora, ensayista, editora y autora de libros infantiles y testimoniales. Anhelo un género que lo contenga todo, una gramática del silencio y la poesía.

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