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Volvió el sarampión, Dios nos proteja

Jul 28, 2018

El sacerdote Vilson Jochem convive con los indígenas de Delta Amacuro desde 2005. Allí intenta ayudar a los pobladores de esos caños a sobrellevar las duras condiciones en que sobreviven, agravadas por una ausencia casi absoluta de insumos y medicamentos. Ahora ha visto acercarse, y sin poder evitarlo, otra amenaza que se cierne sobre ellos: el regreso del sarampión, erradicado en esa región desde 1980.

Fotografías: Vilson Jochem

Para el sacerdote Vilson Jochem era como si estuviese por comenzar el Apocalipsis.

Esa mañana de marzo, el grito de una mujer se escuchaba en el puerto de Nabasanuka. Todos comenzaron a asomarse desde sus casas de madera. Casi nadie podía ver lo que ocurría en las cercanías del único y pequeño centro de salud de este rincón de Delta Amacuro, cegados por la neblina de la temporada y la humareda que se desprendía de los fogones con los que los waraos acostumbran a preparar, desde el amanecer, hervidos de morocoto con ocumo.

Junto a Juan Carlos Greco, otro misionero como él, Vilson se encontraba a tan solo 20 metros de la medicatura cuando vio venir desde el puerto a un hombre descalzo, con camisa rota y pantalón de gabardina desgastado, de esos que suelen usar los waraos luego de que son desechados en el vertedero de basura de Cambalache, en la cercana Ciudad Guayana del estado Bolívar. El hombre cargaba a un niño al que se le veían claramente las costillas, la piel estirada y una sonrisa involuntariamente tétrica. Tenía pequeñas manchas en varias partes del cuerpo.

Vilson Jochem es un sacerdote de la orden La Consolata, que llegó a Delta Amacuro desde Santa Catarina, Brasil. Su labor evangelizadora la ejerce en Nabasanuka, en la selva deltaica, a donde los aventureros sueñan con ir a pasear por los caños del Orinoco y ver las aves cuando el sol se oculta, mientras el río bordea el excesivo verdor. Desde 2005 ha convivido con los indígenas, muy lejos de las tres estaciones climáticas de su país y de los platos europeos con los que creció. Ahora devora gusanos y carato del moriche.

Aquel niño tendría… ¿3, 4 años de edad? Su padre lo llevaba en brazos como si fuese una ofrenda al cielo. Detrás, su mamá lloraba, levantaba sus brazos, quería cargarlo. Así lo pedía, pero sus pasos eran lentos y se dejaba adelantar por su marido. El hombre avanzaba con rapidez hacia el ambulatorio, por la acera de pilotines del puerto. Recorrió unos 30 metros y, al entrar, lo acostó en una camilla sin sábanas, fría. Apenas comenzaba a salir el sol.

—Mawaraotuma, tamatikayarokotaekida, Tucupitayatakonarukitane ja le dijo en warao el enfermero que recién finalizaba su guardia de la pasada noche. “Mis hermanos, aquí no hay nada, al niño hay que llevarlo a Tucupita”, era lo que decía.

La capital de Delta Amacuro está a cinco horas de distancia de aquellos caños.

Pero, ¿entonces cómo haremos? No tenemos gasolina y menos motor para llevarlo en una lancha le respondió el padre tratando de mantenerse entero.

Detrás se podía escuchar a la mamá gritar.

—¡Mauka, mauka! (¡Mi hijo, mi hijo!).

Llegó el sarampión, Dios nos proteja dijo Vilson, y se dispuso a acompañar a la familia.

El sarampión, erradicado de Delta Amacuro en el año 1980, había vuelto. Esta vez con mayores consecuencias en las comunidades indígenas, que de por sí tienen enormes dificultades para el acceso a los servicios básicos en este estado al noreste de Venezuela.

Un vecino encendió su planta eléctrica con la poca gasolina de la que disponía para poner a funcionar el Internet en una laptop que prestó el sacerdote. En este poblado no hay señal de teléfono; solo un router conectado a una antena parabólica que funciona si las nubes así lo quieren. Buscaban comunicarse con el 171 o Protección Civil de Tucupita para que enviaran una ambulancia, un helicóptero, lo que fuera.

El muchacho que intentaba enviar el mensaje apenas estaba aprendiendo a manipular la pequeña computadora. Temblaba, le corría sudor por la frente. Después de varios intentos logró abrir la cuenta de Facebook del padre Vilson, pero no sabía qué hacer, a quién avisar, a quién pedirle ayuda desde su muro. Cuando le dio a “compartir” al llamado de auxilio, vio que la imagen en la pantalla se congeló. La planta se había apagado.

Mientras tanto, Vilson hacía lo imposible porque pudieran viajar en una lancha.

Saltó desde un pequeño trecho de tierra hacia el muelle de madera que estaba junto a un galpón. Allí guardaban un motor fuera de borda, los bidones para guardar combustible y otras piezas, propiedad de la misión religiosa. Tomó un tanque vacío y comenzó a caminar por el caserío para pedir gasolina entre los vecinos. Por un momento se imaginó estar en misa, cuando se hace la colecta entre los feligreses.

En la primera casa por la que pasó no tenían una gota del combustible. Avanzó sin suerte por la estrecha acera deteriorada de Nabasanuka, mientras la gente lo veía con timidez desde sus ventanas. Finalmente llegó sudoroso hasta una casa donde podían verse unos 10 tambores en el patio. Vilson se acercó a su dueño, le contó lo que pasaba, pero el hombre, de piel oscura y de pelos enroscados, le dijo:

Tengo gasolina, pero es para pescar.

A su regreso media hora después, sin nada en las manos, Vilson sintió un extraño silencio que no duró mucho tiempo. Aun lejos de la medicatura, los llantos de la mujer comenzaron a retumbar en las casas a ambas orillas del caño.

El niño había muerto.

Nunca llegó el helicóptero, tampoco una ambulancia del 171 o de Protección Civil.

Vilson sintió un tirón en el pecho. Entró con la cabeza gacha al ambulatorio, donde en una habitación yacía el niño: sus ojos todavía estaban abiertos, su boca también, probablemente lloraba por última vez viendo a su mamá.

El sacerdote no dio el pésame, no es esta una costumbre entre los waraos. Solo se detuvo al lado de la madre y la acompañó en silencio, orando para sus adentros.

Esa familia había llegado desde Morichito en curiara y a canalete. Les tomó tres horas remar en su intento por salvar a su hijo. Ahora debían regresar con él muerto. Lo envolvieron con sábanas, rezaron unos minutos junto al sacerdote, intentaron comer los alimentos que les ofrecieron y partieron.

Sobre la curiara, la mujer recitaba cánticos mientras lloraba, como lo hacen los waraos en una especie de ritual en el que la madre recuerda los mejores momentos junto a su hijo.

—Mauka, mauka, sinakuare iji wabae, kajewitu ine jaiku ji isiko jao jao tanae. Jirima yabayaja tanae (Ay, hijo, por qué te moriste, si ayer me mecía contigo entre mis brazos, mientras tu padre pescaba. Ay, hijo…).

La curiara comenzó a moverse surcando el manso río que también pareció estar triste esa tarde. Se alejó acompañada del sol que se ocultaba y el llanto de la madre dejó de escucharse.

Esta muerte fue la primera con la que se confirmara la alarma por la reaparición del sarampión en Delta Amacuro, que venían denunciando los religiosos de La Consolata y vecinos de Nabasanuka. De acuerdo con registros periodísticos y con las propias estadísticas de los sacerdotes —ante la falta de cifras epidemiológicas oficiales—, morirían 47 niños en los siguientes tres meses. La enfermedad volvió a tres de los cuatro municipios de la entidad infectando, en su mayoría, a niños indígenas que viven aislados en la selva. Aun cuando es su hábitat natural, su mundo, las enfermedades de los criollos llegan a sus comunidades por la migración de sus paisanos a las ciudades. En las comunidades más tradicionales creen que los padecimientos son malos espíritus. Y cuando algún enfermero precise de qué enfermedad se trata, es poco lo que puede hacer por la falta de medicinas y ambulancias. Entretanto, las autoridades alegan que no hay pruebas acerca de las defunciones. Difícilmente puede haberlas: los niños nunca son registrados cuando nacen, por lo que mueren sin ni siquiera haber existido legalmente.

El acompañamiento de Vilson Jochem a los enfermos apenas comenzaba aquella mañana de marzo de 2018. Su embarcación se convertiría días después, inevitablemente, en la lancha de la muerte, porque allí le ha tocado llevar cadáveres hasta los cementerios en las inmensidades de una selva de la que pocos saben más allá de sus fronteras.

Disponible en versión gráfica


Historia elaborada en el XII Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2018.


Esta historia forma parte del libro Días salvajes, 15 historias reales para comprender el colapso de Venezuela (Ediciones Puntocero), primer volumen colectivo de La Vida de Nos.

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La estigmatización del warao le ha hecho daño a mi pueblo, por eso donde me presento resalto que soy warao. Fundador de tanetanae.com, la primera página web de noticias de Delta Amacuro, turistólogo, periodista reencauchado viviendo en la escuela del mundo al revés.

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