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Su misión es ayudar a otros a respirar

Oct 23, 2019

Katiuska se quedaba sin aire al caminar del cuarto a la sala de su casa. Hablar era quedarse sin oxígeno. A veces un día podía reducirse a 24 largas horas de cansancio. Padece de hipertensión pulmonar, una inusual enfermedad que compartía con solo 450 personas de entre los 30 millones de habitantes que tenía Venezuela. 

Fotografías: Jhoalys Siverio

Katiuska no olvida el día en que casi se ahoga por el esfuerzo de caminar los menos de 10 metros que separan su cuarto de la sala de su casa. Las manos y los pies se le hincharon, los labios se le pusieron morados. Como si sus pulmones fuesen una máquina a la que se le agotara la batería, la respiración se le iba apagando. 

Desesperada y sin poder sobreponerse a la falta de oxígeno, Katiuska terminó internada por 10 días en la Clínica Unare de Puerto Ordaz, donde incluso pasó la Navidad. Era 18 el de diciembre de 2016, un día de fuerte lluvia en Ciudad Guayana. 

Tres semanas antes de aquella crisis, había empezado a sentir un cansancio extremo. Caminar dentro de su casa le resultaba agotador. Los médicos, que no daban con un diagnóstico, presumían que era un problema de corazón. Tal vez por eso el cardiólogo hasta le insinuó que su padecimiento era un mal de amor. 

—A mí lo que me parece es que te estás divorciando, y ese es el cuadro que tienes —le dijo mientras la examinaba en su habitación.

—¿Usted piensa que si yo me estuviera divorciando, estaría aquí hospitalizada? No, ¿verdad?

A su indignación el médico no pareció darle importancia. Se retiró de la habitación y ella siguió en observación, en medio de exámenes y dudas. 

Katiuska pensó que tenía cáncer, o que quizás era un soplo en el corazón que estaba detrás y por eso no lo veían, o una válvula invertida… se hizo un mundo en su cabeza. Esos autodiagnósticos que se inventó tenían más sentido para ella que los que finalmente le darían unos días después.

Estando aún en la Clínica Unare, unos amigos médicos le sugirieron que fuese a Caracas. Pidió el alta médica y esa misma tarde viajó. Fue a la Clínica Loira, donde el cardiólogo tampoco dio con la enfermedad. Le indicaron pruebas de dímero D, que sirve para detectar posibles trombosis por problemas de coagulación. 

Sus valores registraban 1000 ng/ml, y todo valor por encima de los 500 ng/ml sugiere una coagulación intravascular, es decir, que en alguna parte del sistema circulatorio podría haber una obstrucción de los vasos capilares. El médico lo relacionó con un tromboembolismo.

—No sabemos cómo, pero no te has muerto porque Dios no quiere. No te puedes ir así, te tenemos que hospitalizar. 

El médico le dijo esto sin disimular su asombro. Era muy extraño que los exámenes dieran esos resultados y ella hubiese podido llegar a Caracas en semejantes condiciones.

La respuesta de Katiuska la dictó el miedo que la invadió. Accedió a la hospitalización. Si tenía que estar más días en una clínica para curarse, estaba dispuesta.

Fueron otros 10 días hospitalizada, recibiendo tratamiento. Esta vez se sintió mejor. Sus valores volvieron a los parámetros normales. 

Al regresar a Puerto Ordaz se encontró con que su mamá y sus hijos: Orleika y Juan, de veintitantos años cada uno, la esperaban en casa. Como se sentía bien, salieron a pasear. Y aunque iban en la comodidad del carro, el cansancio volvió a ahogarla. Otra vez la dificultad para respirar, manos y pies hinchados, labios morados.

—Eso es que te viene otro trombo. Vete corriendo a la clínica —fue la respuesta tajante del cardiólogo a la llamada de auxilio. 

Katiuska llegó a la clínica más de allá que de acá. Sentía que moría. Y los médicos, aunque pudieron ayudarla, seguían sin atinarle al diagnóstico.

La solución al enigma llegaría en voz de una doctora de origen polaco en la Clínica Chilemex. Apenas entró al consultorio y se sentó, los síntomas que la acompañaban a todas partes se hicieron evidentes.

La especialista escuchó atentamente que desde hacía días sufría de un cansancio extremo, que caminar de su cuarto a la sala la agotaba, que sus manos y pies se le hinchaban, que los labios se le ponían morados, que el cardiólogo en Caracas le había dicho que era un trombo.

Sin tener que examinarla ni pedir ningún examen, la doctora dio su veredicto:

—A usted lo que la está matando es una hipertensión pulmonar.

Katiuska se la quedó viendo duramente. No solo pensó que estaba loca, también se lo dijo.

—Doctora, usted me va a disculpar, pero usted está loca, porque es “hipertensión arterial”, y yo manejo valores muy bajos de tensión, no altos, así que tampoco puedo tener eso.

—No, mija. La loca es usted, porque así como tenemos tensión en la vista, presión en las arterias, también la tenemos en los pulmones, y eso se llama hipertensión pulmonar.

Pasmada por la explicación, Katiuska no sabía qué decir ni qué hacer. Siguió sentada, muda y sin expresión. En su cabeza solo afloró un pensamiento: “Estoy enferma en un país sin medicinas”.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó.

—Ve con el doctor Gustavo Cubillán, en el Hospital Uyapar. Él es el único en Puerto Ordaz que atiende los casos de hipertensión pulmonar en la zona.

Katiuska asintió, todavía en shock. No podía hablar. Le acababan de decir que estaba enferma de algo que ni tenía idea de que existía. Tomó el informe médico, se levantó de su asiento, se despidió de la doctora y salió como una zombi. Se fue directo a su casa, donde lloró y lloró.

Después de llorar y contarle a su familia el diagnóstico, se calmó. Entonces vino la curiosidad. Aún no tenía claro qué era lo que tenía. Su familia tampoco entendía. Agarró su teléfono, abrió el buscador en internet y escribió: “hipertensión pulmonar”.

En efecto, es una enfermedad poco común, sumamente cara, los medicamentos no curan, dan calidad de vida y aun así se está expuesto a morir. Quien la sufre vive con una carencia de oxígeno permanente. Tienen sus días buenos, pero otros muy malos. No tiene cura, excepto la tromboembólica, pero se necesita trasplante de pulmón o de corazón. En el país no se hace este tipo de operaciones y se necesita mucho dinero para hacérsela fuera. Ni siquiera se consiguen los medicamentos en los hospitales, tampoco en farmacias. Y en todo caso, se necesitan muchos, pero muchos miles de dólares para comprarlos. 

Es tan poco común que en Venezuela hay una pequeña población que casi pasa inadvertida. De 30 millones de habitantes, solo a 450 les ha sido diagnosticada. Y en Bolívar, un estado con más de 1 millón de habitantes, apenas a 25.

Esos 450 se han reducido a 250. Unos se han ido de Venezuela, otros han dejado de respirar. En Ciudad Guayana, donde vive Katiuska, de los 25 que compartían su mal, 16 no tuvieron fuerza para un respiro más. 

—Yo me voy a morir —fue lo único que pensó.

Al siguiente día, un lunes, Katiuska se dirigió al Hospital Uyapar en Puerto Ordaz. Entró al área de consulta preguntando por el doctor Gustavo Cubillán. Llegó a su consultorio con un lote de exámenes en sus manos. Él la vio con todo eso y le dijo que la atendería de última porque llevaría más tiempo revisar todo aquello. Llegado su turno, la hizo pasar a consulta, se sentaron, él tomó los exámenes médicos, los revisó y confirmó.

Agarró el tensiómetro, se lo colocó en el brazo y midió su presión arterial, que debía estar en 25 y ella la tenía en 90.

—Eso es lo que te está matando. Tienes una crisis de hipertensión porque no te la han sabido controlar.

Entonces le recetó Sildenafil, un fármaco que trata la disfunción eréctil y la hipertensión pulmonar. Ese mismo día empezó a tomarlo, pero no le hizo efecto. Al contrario, se le bajaba la tensión.

Al siguiente lunes volvió a la consulta.

—Doctor, me sigo sintiendo muy mal.

—Katiuska, lo único que te puede salvar es que te hospitalicemos aquí.

Un frío le corrió de los pies a la cabeza e hizo llenar su rostro de lágrimas.

—¡Nooo, no quiero que me hospitalicen! Por lo que más quiera, no me deje en este hospital. Yo tengo seguro, mándeme para una clínica —suplicó llorando.

—Lo que te puede salvar ahorita, en el único sitio donde lo vamos a conseguir, es aquí. Es la medicina de alto costo.

Katiuska tenía la idea de que Cubillán era un ogro, porque eso era lo que le habían dicho. Pero con ella fue todo lo contrario: cariñoso, compasivo.

—Bueno, anda a la farmacia. Di que vas de parte mía, a ver si te puede entregar este medicamento, porque hay que cumplir con un protocolo.

Katiuska salió del consultorio y caminó hasta la farmacia del hospital. Allí estaba la doctora María, la regente.

—Buenos días, vengo de parte del doctor Cubillán.

—Ajá, ¿y qué quiere Cubillán? —le respondió seca.

Katiuska tomó aliento tratando de contener las lágrimas, pero no pudo.

—Aquí hay algo que es lo único que me puede salvar ahorita.

La regente observó la receta con el nombre del medicamento. 

—¡Cónchale!, es hipertensión pulmonar, yo sé lo difícil que es —y la abrazó.

Entrar al protocolo de entrega de medicinas en el hospital pasa por una serie de requisitos que Katiuska no tenía a la mano.

—Tranquila, yo tengo una caja, te la voy a dar y vas a empezar tu tratamiento. Cuando completes la documentación, me la traes y entras legalmente al protocolo de hipertensión pulmonar.

Ese día Katiuska respiró con una fuerza que ya desconocía. Fue el efecto del Bosentan, un dilatador de la arteria pulmonar. Es un medicamento que, fuera de Venezuela, dependiendo de la marca, puede llegar a costar entre 900 y 9 mil dólares cada caja para un mes. El Ventavis, otro medicamento, puede costar 2 mil 500 dólares. Katiuska debe usar ambos.

Han pasado tres años desde el diagnóstico. Katiuska tiene días muy buenos como para ir a una protesta de enfermeras por la crisis del sector de la salud, pero también días muy malos en que siente que es una luz que se apaga, como una linterna a la que se le acaba la batería.

Sentada en uno de los muebles de su casa, la mujer rubia de 50 años, vestida de pantalón y chaqueta azul —con su franela blanca donde se ven unos labios entreabiertos y dos letras en mayúscula: HP— recuerda cada detalle de ese diagnóstico como si estuviera viendo el capítulo de su propia serie televisiva. Se cruza de piernas, bebe agua, a veces pareciera que va a llorar, pero se sonríe y sigue hablando pausadamente. 

Al lado del mueble está su compañera de vida, una máquina de oxígeno. A unos centímetros, una mesa de vidrio con la caja de Bosentan y el Ventavis, además de otro cóctel de medicamentos, unos para ella, el resto para compartir. Detrás hay unos portarretratos que están como guardaespaldas de ese lote de medicinas que la mantienen con vida. En una esquina, la foto y la medalla de Juan en su graduación de periodista; en la otra esquina, la foto y la medalla de Orleika, graduada en medicina. En el centro, fotos familiares de ambas graduaciones.

Físicamente, Katiuska parece estar en perfecto estado de salud, y por eso, a veces quienes la rodean no entienden de su condición. Decir que está cansada, es escuchar más de una vez: “Lo que pasa es que tú eres floja”. Ojalá pudiera enseñarles sus pulmones y su corazón, que se deterioran cada día.

Escuchar que la llamaran floja por algo que ella no controla, la hizo tomarle la palabra al doctor Cubillán, quien se convirtió en su amigo. Él le propuso crear una fundación, pero ella se negó, le pareció algo muy complicado. Al mes le volvió a insistir y esta vez no lo dudó.

—Siempre dicen: murieron tantos por cáncer, por diabetes, por la diálisis, pero nunca hablan de los pacientes que sufrimos de hipertensión pulmonar. Somos invisibles ante la sociedad.

Entonces nació A Todo Pulmón, con el apoyo de Cubillán, sus hijos Orleika y Juan, y otros médicos que conoció en ese trayecto de enfrentar su enfermedad. En principio era un grupo de ayuda para dar charlas y acompañar a pacientes igual que ella, pero al ser arrastrados por la crisis de salud y estar más de un año sin medicamentos, se convirtió en una plataforma para recibir donaciones y extender la ayuda por todo el país. 

Katiuska está pendiente de todos y esas donaciones las distribuye a otros como ella que están en otros estados. Se la pasa armando cajas con las medicinas que debe enviar a cada uno. 

La fundación ha apoyado a las 450 personas que se redujeron a 250, incluidas las 25 del estado Bolívar que ahora son solo nueve: ocho más Katiuska.

Ella se ha apoyado en el yoga y la meditación, y se ha convertido en una psicóloga de vida. Los pacientes la buscan para que les dé ánimo en esos días en que la llama se apaga. En ese trance ha hablado con un paciente un día o unas horas antes de morir.

Le pasó con Salomé de 38 años. La llamó tres veces ese día porque enviarían unas cartas al gobierno. La llamó a las 8:00 de la noche, pero Katiuska estaba profundamente dormida. A la 1:00 am, fue como si algo le dijera: “Despiértate y agarra el teléfono”. Había un mensaje: murió Salo.

Le pasó lo mismo con un muchacho de 25 años, único hijo, recién graduado de ingeniero. No importa la edad, los síntomas aparecen en cualquier momento.

“¿Seré yo la próxima?”, es una pregunta que no deja de gravitar en su mente.

En Estados Unidos y España se están haciendo estudios para hallar la cura contra la hipertensión pulmonar arterial. Mientras eso ocurre, lo que le queda es seguir siendo la voz de esos que pasan inadvertidos en un país que demanda atención en salud, y que no tienen cura. Hay que aprender a vivir con ella.

Su caso es idiopático, no se saben las causas que lo originaron. Médicamente es así. Katiuska tiene otra hipótesis del porqué la hipertensión pulmonar no tocó la puerta, sino que entró a su cuerpo sin pedir permiso. Para ella es un porqué de vida. Su hija Orleika rehúye hablar del tema, pero Katiuska no, y siempre le dice a sus hijos: “Hoy estoy, no sé mañana. Yo sé lo que tengo y a lo que me enfrento”. Sin dársela de fuerte, está convencida de que tiene una misión en la vida: ayudar a otros a respirar a todo pulmón.


Historia elaborada en el XIII Seminario de Periodismo Narrativo de Cigarrera Bigott 2019.

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Periodista egresada de la Universidad Católica Andrés Bello. Escribir, leer y patear calle son mis pasiones y mi día a día. En este viaje de la vida descubrí otra pasión que se convirtió en un reto y aprendizaje: contar historias para ti y para mí.

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