Un buen día de 2006, a Renzo Salinas lo invitaron a recibir entrenamiento para defender el “proceso” liderado por Hugo Chávez. Fueron cuatro meses internado en un campo clandestino, en las entrañas del estado Barinas, recibiendo lecciones de guerrilleros de las FARC. Trece años después y marcado por la decepción, él mismo da cuenta de eso en este relato testimonial que pone en orden todo lo que vivió hasta convertirse en el activista de derechos humanos que es hoy.
Ilustraciones: Walther Sorg
—Los vamos a enseñar cómo se matan ratas sin dejar rastros.
Esa frase todavía me retumba en la cabeza.
Alguna vez el chavismo me consideró un hombre de confianza. Eso fue lo que me dijeron cuando me convidaron a un campo de entrenamiento, donde obtendría herramientas para defender el proceso en Barinas, el estado llanero del cual provengo y donde nació, también, el artífice de esto que dieron por llamar revolución.
Todo comenzó con el Foro Social Mundial realizado en Caracas, en enero de 2006. Allí participaron miles de activistas de Venezuela y de diferentes partes del mundo para desarrollar ideas en torno a una pregunta: ¿Es posible un mundo socialista? Entonces yo llevaba una vida normal y era —como sigo siendo— un luchador social. Apoyaba a Hugo Chávez porque siempre anhelé un mundo de igualdad y equidad, y era eso lo que él pregonaba en aquellos años. Yo me desempeñaba como coordinador parroquial del Movimiento Quinta República (MVR), como vicepresidente de la confederación de vecinos del estado y, además, formaba parte del consejo local de planificaciones públicas, de la mano del alcalde de Barinas, Julio César Reyes. Por eso acudí a aquel evento con mucho entusiasmo.
Fue poco después de ese foro cuando comenzaron a convocar a líderes comunitarios del MVR. Gente de confianza, insistían. Yo era uno de ellos. Nos dijeron que había que estar listos para luchar. Que debíamos prepararnos para eso.
Accedí, junto a unas 40 personas más. Nos reunieron en el parque público La Carolina, al norte de Barinas, para llevarnos en un par de microbuses hasta Socopó, a una hora y media por carretera. De allí, nos trasladaron en vehículos rústicos, a través de trochas, hasta una zona boscosa en las profundidades de la Reserva Forestal Ticoporo, a unos 16 kilómetros de Socopó. Allí, sobre una planicie, habían levantado un campo de entrenamiento: eran unas carpas en medio de la nada. Alrededor solo había monte.
Nos dieron un caluroso recibimiento en el que abundó la carne asada. Era como un encuentro familiar: fueron llegando en otros vehículos Zulay Martínez, entonces alcaldesa del municipio Andrés Eloy Blanco, y renombrados dirigentes de la política nacional como Adán Chávez, Luis Miquilena y Pedro Carreño.
Al entonces diputado Pedro Carreño ya lo conocía. Participé en la campaña electoral de la Asamblea Nacional. Y antes de eso ya habíamos coincidido: primero en el ejército —porque presté servicio militar entre 1987 y 1989, tiempo en el que él era teniente—; y después cuando me sumé a reuniones del MBR-200, movimiento de izquierda fundado por Hugo Chávez en los cuarteles.
Aparte de ese primer día, recuerdo haberlo visto un par de veces más en el campo. Cuando nos veíamos, nos saludábamos, y él me decía:
—¡Camarada! Qué bueno que está aquí, esto es muy importante. Yo lo voy a ayudar cuando termine el entrenamiento; tendrá casa, carro, un trabajo.
Los instructores en el entrenamiento eran guerrilleros. Lo supimos porque nunca procuraron ocultarlo. Mientras algunos —los que iban al pueblo a hacer diligencias— vestían de civiles, otros andaban con sus uniformes verde oliva y portando brazaletes de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). Eran unos 30, de los cuales aproximadamente 12 se encargaban de darnos las lecciones mientras el resto nos custodiaba.
Aquello era como estar en el cuartel. Dormíamos en literas que llevaron en unos camiones. Nos levantábamos muy temprano para apoyar en la cocina pelando verduras o buscando el agua en baldes en una quebrada cercana. Después debíamos hacer ejercicios físicos, recibir clases de tiro, defensa personal y desarme. También había clases en las que nos explicaban cómo extorsionar, cómo secuestrar, cómo hacerle seguimiento a la gente. Todo, recalcaban, para tener el control de las comunidades. Lo decían así, sin pudor alguno.
La vida allí dentro no era agradable. Salvo algunos ratos libres —que usábamos para fugar futbolito o dominó—, vivíamos siempre con mucha presión. Nos amenazaban diciéndonos cosas como: “Ni se les ocurra contarle esto a sus amigos o familiares, o les aseguramos que será peor”, o “no se equivoquen”.
Me desencanté y quise irme. Pero solo me atreví a comentarlo con mis compañeros cuando varios de ellos, en voz baja, comenzaron a decir lo mismo:
“Esto no es lo que nos prometieron”.
Pero escapar no era fácil.
—De aquí no se puede ir, ya saben mucho, demasiado. Sabemos todo sobre sus familias, dónde viven, quiénes son —nos decían quienes nos custodiaban.
Me atemoricé porque eran capaces de matar. Parte de su plan era acabar con el dominio que mantenían delincuentes en Barinas, para asumirlo ellos, supongo, y tener el camino libre para extorsionar a ganaderos y madereros, y arremeter contra cualquier manifestación opositora. Tenían una lista de los azotes de Socopó y zonas aledañas, y salían por las noches, en sus motos y encapuchados, a exterminarlos. Al día siguiente, para saber qué comentaba la gente, íbamos con ellos, todos vestidos de civil, a algún bar del pueblo o a una pollera. Comíamos y bebíamos simulando normalidad.
—¿Anoche y que mataron a unos cuántos? —le preguntaba alguno a quien tuviera al lado en el bar.
—Sí, fue un horror.
—¿Y quién habrá sido?
—No sé. Pero a esos que mataron no servían para nada, eran malandros. Mejor así.
Después, en el campamento, recordarían esas conversaciones en los entrenamientos, diciéndonos:
—¿Ven? Los vamos a enseñar cómo se matan ratas sin dejar rastros.
Ellos estaban pendientes de lo que se publicaba en la prensa local. Compraban los diarios y comentaban entre ellos las noticias sobre sus asesinatos. Así fue que nos enteramos del crimen que habían cometido contra dos de nuestros compañeros quienes, cansados, se habían robado las llaves de uno de sus jeeps y escaparon.
—Miren el periódico. Los traidores fueron encontrados en un matorral calcinados dentro del jeep. Eso es lo que les pasa por dárselas de vivos.
Una vez me permitieron salir de la carpa a fumarme un cigarrillo muy de noche y me dejaron solo. Pensé en irme corriendo. Pero recordé a los dos compañeros calcinados, y preferí volver a entrar. Sé que otros ochos sí se atrevieron a irse. Nunca supe qué pasó con ellos.
Después de casi cuatro meses, salimos del campamento. Sentía que estaba metido en un mundo sórdido. Sin embargo, seguí apoyando al chavismo porque pensaba que no todo era así de macabro. Continué trabajando con el alcalde Julio César Reyes y su amigo Pedro Carreño fue a la oficina un día. Allí volvimos a encontrarnos: después de saludarme, me dijo que en Caracas había un trabajo para mí, que si me interesaba.
Se trataba de un puesto como director de un centro de la Misión Negra Hipólita, programa que Hugo Chávez había creado en enero de 2006 para atender a personas en situación de calle. Yo acepté. Me fui en octubre de 2007.
Al llegar a la capital, Carreño me hospedó en el hotel El Arroyo y a los meses me mudé alquilado a una habitación por La Pastora. El trabajo me gustaba. Pero quizá como ya veía las cosas desapasionadamente, estando ahí me daba cuenta de la corrupción que había en torno a esa misión: insumos valiosos, que llegaban para los más necesitados, eran desviados.
Preferí dejar el centro y mudarme: me fui a los Teques, donde vivía un hijo mío.
Pero no dejaban de llamarme.
—Es mejor que se reporte, camarada, porque le recordamos que usted sabe mucho.
Comencé a mudarme constantemente. Cambié de número. Me fui de Los Teques a Valencia, a trabajar como supervisor de seguridad de una empresa. Me imagino que alguna persona allegada le dio mi número a alguno de mis antiguos amigos, porque estando allá volvieron a contactarme telefónicamente. Y ahí comencé a sentir que me estaba volviendo loco.
Ya no temía por mi vida, sino por la de mi mamá, mis hermanos y mis hijos. Así que dejé de llamar a mi gente, porque sabía que podían tener los teléfonos intervenidos. Era preferible que me extrañaran.
Me devolví a Caracas. Me hospedaba en hoteles baratos, y fue entonces cuando comencé a descuidarme. No me rasuraba, pasaba días sin bañarme, andaba por las calles sucio y sin rumbo fijo. Fue un proceso que se extendió sin darme cuenta. Comenzó casi como una impostura, como un disfraz. Me convertí en otra persona para que no me encontraran, y en esa simulación, que terminó convirtiéndose en realidad, producto quizá de una depresión que iba creciendo, pasaron más de dos años. Me sentía perseguido. Caí en un estado depresivo muy fuerte. Siempre creía que me podían encontrar. Por eso dejé de quedarme en hoteles y comencé a dormir donde me agarrara la noche: en Plaza Caracas o bajo el puente que da a la Universidad Central de Venezuela o en La Hoyada o en la plaza que está al frente del Banco Central. Hurgaba en la basura buscando restos de comida. Y en la calle, comencé a consumir crack, entre otras sustancias, algo que no había hecho en Los Pozones, el barrio donde crecí.
Me esperarían dos años más en la oscuridad.
—Mamá, soy Renzo.
Un día de 2012 decidí llamar a mi mamá, volver a oír su voz.
—¡Mi hijo! ¡No estás muerto!
—No, mamá, estoy en Caracas.
—¡Hijo! ¡Por aquí se comentaba que lo habían matado!
Seguí marcándole, esporádicamente y, siendo precavido, desde distintas partes. Pero mi depresión seguía ahí. Una vez amanecí sintiendo que todo había perdido sentido para mí. Y estaba decidido a quitarme la vida. Quería lanzarme al metro.
Desesperado, le conté todo lo que había vivido —y lo que estaba atravesando— a un señor con quien comencé a hablar en los alrededores de Techo Chacao, detrás del Centro Comercial Sambil, donde yo a veces pernoctaba. Hernán, el jefe de Techo Chacao, me decía que mi cuerpo estaba intoxicado y que debía recluirme en algún centro. Y este otro señor me dijo lo mismo. Me habló de un centro de rehabilitación que tenían unas monjas que repartían arepas entre los indigentes en diversos puntos de la ciudad.
Yo conocía a las religiosas, las había visto en una plaza del centro donde a veces me quedaba. El señor —hoy pienso que era un ángel—me dijo a dónde debía ir y para allá me fui al día siguiente. Fue un viernes.
Era la Casa de Acogida Padre Machado, ubicada en El Valle, al oeste de Caracas, y la dirigían las Hermanitas de los Pobres de Maiquetía. Allí me recibió la madre superiora, María de los Ángeles, quien me escuchó con atención. Me dieron comida y ropa, y me permitieron bañarme. Un equipo me entrevistó y, al final, me dijeron que podía quedarme.
Pasé más de un año internado, sin salir. Y poco a poco me fui sintiendo más seguro. Me acerqué a Dios y comencé a apoyar a las monjas en el trabajo con personas que estaban tratando de salir de la calle, como había hecho yo. En esos años fue que se me ocurrió crear mi propia fundación: la llamaría “Venezuela libre de indigencia”.
Cada cierto tiempo seguía marcándole a mi mamá para saber cómo estaba, y en una de esas me enteré de que no estaba bien: le habían diagnosticado cáncer de mama. Y fue eso lo que me hizo, después de tantos años, regresar a Barinas.
Volví en diciembre de 2017. Lamenté que el reencuentro con mi familia se diera en esas circunstancias. Pero al mismo tiempo era una bendición poder cuidar a mi madre, acompañarla en sus sesiones de quimioterapia después de mi prolongada ausencia. Ella me decía que la mejor terapia era mi presencia.
Asumí la tarea de ir al Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, a retirar sus medicamentos oncológicos, pero —como a las casi 600 personas que entonces acudían allí por el mismo motivo— casi siempre me decían que no había. Los familiares y pacientes comenzamos a darnos cuenta de que cuando las medicinas llegaban, distribuían unas pocas y el resto las vendían en el mercado negro.
Nos organizamos y creamos el Frente de Apoyo al Paciente Oncológico. Hicimos una asamblea para escoger al presidente, y me seleccionaron a mí. El 17 de julio de 2018, en una rueda de prensa, informé sobre 25 pacientes con cáncer que habían fallecido por no tener el tratamiento. Al salir, se me acercaron funcionarios del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional en una moto. Me pusieron una capucha y me hicieron subir a un vehículo. Antes de que me llevaran con ellos, le pedí a gritos a los compañeros que estaban conmigo que le contaran lo que estaba ocurriendo a la gente de Vente, el partido donde soy coordinador de Derechos Humanos en el estado Barinas.
Cuando me quitaron la capucha, estaba en un cuartico pequeño. Me pidieron detalles de lo que había dicho en la rueda de prensa en un interrogatorio que duró unas dos horas. Quizá pretendían atemorizarme otra vez. Pero ya yo no tenía miedo. Ya no tengo miedo.
Ahora sigo en Barinas. Mi mamá falleció en mayo de 2018. Mis hermanos, a quienes les conté lo que viví cuando me fui, me insistieron en que no me devolviera a Caracas. Y aquí me quedé. Sigo adelante con Venezuela libre de indigencia. Cada sábado repartimos comida, ropa, hacemos jornadas médicas. Porque no me olvido de dónde me sacó Dios.
Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.