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El 15 de diciembre de 2016, el Tribunal Supremo de Justicia emitió una sentencia que garantiza la protección de las familias, incluyendo las homoparentales. Esto sentó un precedente para la aceptación de la doble filiación materna. Sin embargo, la familia que protagoniza esta historia —una niña, un niño, dos mamás— está en un limbo jurídico. Es como si no existieran.

ILUSTRACIONES: CARLOS LEOPOLDO MACHADO

En los últimos dos años, Verónica y María se habían sometido tres veces al proceso de fertilización. La experiencia no había sido grata. Para lograr una fecundación in vitro es necesaria la estimulación ovárica, que ayuda a la mujer a producir múltiples óvulos maduros y sanos, muchos más de los que produciría normalmente. Luego se extraen y se fecundan, antes de introducirlos en el útero, con la esperanza de que uno se implante y un pequeño embrión comience a crecer, a vivir. Es un proceso largo, costoso, agotador. 

Pero ambas anhelaban ser madres. 

Y se soñaban pariendo, criando juntas a la criatura producto de su amor: siendo mamás. Por ello, ambas se sometieron al procedimiento y ambas intentaron gestar hasta que, finalmente, ocurrió. Luego de dos años, en mayo de 2016, la prueba de embarazo de María resultó positiva, y eso no era todo: tendrían trillizos.

Por seis meses todo fue felicidad. A Verónica, la idea de criar a tres la llenaba de ilusión; su mamá, la abuela de los bebés, quien siempre había respetado la orientación sexual de su hija, también los esperaba emocionada. Seis meses, porque los trillizos nacieron prematuros, una característica común en los embarazos múltiples. Llegó entonces el día del parto y con él algunas complicaciones, de salud unas, legales las otras. 

Nacieron una niña y dos niños, en el Hospital Clínico Universitario de Caracas, un domingo de noviembre de 2016. María había comenzado el trabajo de parto desde el viernes en la mañana, pero fue hasta ese día que le practicaron la cesárea. 

Verónica no la dejó sola en ningún momento; debía explicarles a los médicos, una y otra vez, que sus hijos tenían dos mamás y que una era ella, que por eso no podía ni quería dejar sola a su pareja. De esos días, Verónica solo recordaría un trato un poco hostil de una enfermera, nada más. Tampoco tenía mucho tiempo para preocuparse por esas cosas: por su temprano nacimiento, sus bebés no gozaban aún de un perfecto estado de salud. 

Cinco días después del parto, mientras su familia se encontraba todavía internada, una enfermera le preguntó a Verónica si ya habían hecho el registro civil de los niños, a lo que ella contestó que sí. Entonces, la enfermera insistió y le preguntó: 

—¿De todos? ¿También del que murió?

Y fue así como se enteró de que uno de sus varoncitos había fallecido por complicaciones. 

Cuando los trillizos nacieron, en la constancia de parto que emitió el hospital, escribieron el nombre de ambas madres: el de María como la mamá, y el de Verónica en el renglón del papá. Pero hasta hoy, este es el único documento legal que da cuenta de que Verónica es mamá, porque en el registro civil solo aparece el nombre de la gestante.

En Venezuela, para el momento del nacimiento de sus hijos, la legislación no reconocía a las familias homoparentales. Pero en diciembre de ese mismo año, un mes después del parto, gracias a las gestiones legales de otra pareja de mamás, eso cambió: el 15 de diciembre de 2016, el Tribunal Supremo de Justicia emitió la sentencia 1187, que dice: “…la jefatura de las familias pueden ejercerlas las familias homoparentales, y por ende el Estado brindará protección sin distinción a la forma de conformación de la familia, incluyendo a los niños, niñas y adolescentes nacidos en familias homoparentales, siendo éstos sujetos de derecho, que gozan de todos los derechos y garantías consagradas a favor de las personas en el ordenamiento jurídico al igual que cualquier otro niño que haya nacido dentro de una familia tradicional”.

Sin embargo, hasta la fecha, Verónica sigue sin ser reconocida legalmente como madre de sus hijos, pues en la práctica es un procedimiento engorroso, casi inviable, inclusive para ella que, además de ser activista por los derechos de la comunidad LGBTI, es también funcionaria pública.

Durante su primer año de vida, Mónica y Fabrizio tuvieron un desarrollo normal. La única eventualidad fue que Fabrizio debió ser intervenido quirúrgicamente en varias oportunidades por una afección ocular producto del daño causado por la luz de la incubadora en la que lo dejaron durante semanas por su nacimiento prematuro. Esas operaciones las hizo un especialista que las mamás ubicaron en Barquisimeto. Ambas podían viajar sin problemas, porque una de ellas era legalmente la progenitora.

Pero la crianza estaba siendo distinta a lo que habían imaginado. Aunque tenían puntos de encuentro y un proyecto de familia juntas, su relación había cambiado. Ahora, Verónica se encargaba de la mayor parte de la rutina diaria de los niños, y María pasaba más tiempo trabajando fuera de casa. Compartían menos. 

Hasta que un día María le dijo a Verónica que estaba pensando en irse del país, a probar suerte, a mejorar su economía, cosa que hizo apenas una semana después.

Verónica se quedó entonces a cargo de sus hijos, que tenían poco más de 1 año.

Para su segundo cumpleaños, María volvió para visitarlos durante 15 días: justo para esa época, los niños, que habían crecido de forma similar, comenzaron a mostrar diferencias en su desarrollo. Y después de múltiples pruebas, entendieron la razón: Fabrizio era un niño autista. 

María no lo creía, estaba negada. Verónica, quien se quedó de nuevo sola, prefirió buscar ayuda profesional para su hijo. La condición de Fabrizio complicó una dinámica de vida que ya era difícil para ella, por los obstáculos legales que encontraba por ser una mamá que no aparece en el acta de nacimiento de sus hijos. Verónica ya no podía buscar especialistas fuera de Caracas, porque no podría viajar con ellos; tampoco inscribir a sus hijos en un seguro médico, al menos no sin meses de papeleos y justificaciones. Sin embargo, la evolución de Fabrizio era favorable, en parte gracias a los especialistas que lo atendían, y en parte debido a los cuidados de ella y su mamá, la abuela de los niños.

Hasta que María volvió, pero esta vez sin intenciones de visitarlos.

Con una relación definitivamente fracturada por la distancia, ambas se habían dado la oportunidad de rehacer sus vidas amorosas: María tenía una pareja en Colombia —aunque su mamá, evangélica, lo negaba y decía a todos, incluso a sus nietos, que era solo una amiga— y Verónica había comenzado a salir con Elizabeth.

Cuando María volvió, los niños tenían 3 años. Y aunque solo había convivido con ellos un año, amparada por la legalidad de su vínculo —es decir, valiéndose de que ante la ley ella era la única madre de esa familia—, se los llevó en enero de 2019 a otro país. 

La partida de los niños fue el inicio de una temporada de duelos para Verónica. Sin sus hijos, su hogar se sumió en la tristeza. Su mamá —quien vivía entregada a ser abuela— también se deprimió y su estado emocional deterioró aún más su salud, hasta que su cuerpo no soportó más y falleció en junio, seis meses después. 

Verónica, hija única, con una tía que la discriminaba por ser lesbiana, solo pudo soportar esos meses, casi un año entero, gracias al amor y respaldo que ahora le brindaba Elizabeth.

Se conocieron gracias al activismo; Verónica siempre leía las intervenciones y reflexiones de Elizabeth en un grupo de WhatsApp en común. Se vieron por primera vez en persona en un evento en mayo de 2019, aunque Verónica no se atrevió a hablarle. Pero como un río que se cruza inevitablemente con el mar, un día intercambiaron un comentario sobre una foto y ya no dejaron de conversar. Apenas un par de semanas después de ese primer contacto, en junio, Elizabeth viajó desde su estado, en el oriente del país, hasta Caracas, para visitarla.

Vino una segunda vez, una tercera. 

La cuarta visita no tuvo un retorno.

Gracias a esto, cuando María se llevó a los niños y su madre murió, Verónica no se quedó sola. No estaba sola tampoco cuando María regresó en septiembre y le entregó a Mónica y a Fabrizio.

Cuando regresaron, Fabrizio parecía “un animalito”: todo el avance de su primer año de terapia se había perdido. Verónica supo luego que en casa de su otra mamá solo lo dejaban frente a la televisión y cuando tenía crisis lo encerraban en un cuarto hasta que se calmara solo. Antes de irse, el niño se golpeaba un poco la cabecita con las palmas, para autorregularse; cuando regresó, esta conducta había sido sustituida por rasguños profundos que le dejaban los brazos sangrantes. Mientras, Mónica había asumido, a sus cuatro años, un rol protector con su hermanito.

Sin embargo, cuando el niño vio a Verónica, la recordó de inmediato y en las siguientes semanas desarrolló por ella un apego tan fuerte que si no la alcanzaba con la vista, lloraba desconsolado. 

Fueron meses complicados de recuperación, pero comenzaron a dar frutos. 

Estaban de nuevo en casa.

Caminan los cuatro por el parque, sobre la grama. 

Cada uno llega tomado de la mano de una de sus mamás. Fabrizio persigue a Mónica para irse a los columpios, y por segundos casi tropieza con un tubo que no había visto. Se detiene a tiempo, justo antes de que Elizabeth lo haga. 

“¡Eso! ¡Eres un niño muy inteligente!”, celebra ella, y sonríe orgullosa.

El autismo de Fabrizio es no verbal, esto quiere decir que a sus 6 años habla poco, muy poco. Con Verónica se comunica con miradas, de forma intuitiva, sutil. Pero a Elizabeth la llama “Nini”. A ella —quien decidió asumir la maternidad con Verónica en una decisión que dice que estaba implícita, porque ella la conoció con sus niños y se enamoró de los tres— sí le habla. 

Mónica, en cambio, la llama “Manena”. Ocurrió un día en el que ambas jugaban con juguetes de madera, a la que la niña, que aprendía apenas a hablar, le decía “manena”. La anécdota que comparten sobre ese día de juego se convirtió en el apodo de la niña a su tercera mamá.

Porque es también su madre. 

Elizabeth sabe que legalmente es casi un sueño que un día pueda ser reconocida como madre de sus hijas, porque ni Verónica, que aportó óvulos para la gestación de los niños, cuenta con ese aval.

Por ello, su prioridad, la prioridad de su lucha familiar, es que Verónica salga del estado de indefensión en el que está desde que sus bebés estaban en el vientre. Para ella es suficiente con que Verónica y los niños la reconozcan como su madre, y con que tengan la certeza de que siempre estará con ellos y de que los ama.

Mónica tenía 3 años cuando defendió por primera vez la estructura de su familia: dijo claramente que ella no tenía un papá sino dos mamás. Cuando Elizabeth llegó a su vida como figura materna, asimilar que su mamá Verónica ahora tenía otra pareja le costó cuatro meses. Pero esta resistencia nada tenía que ver con un rechazo por la orientación sexual de su mamá, esto es algo con lo que ha crecido y que asume con naturalidad.

Una encuesta nacional, hecha por Equilibrium (perteneciente al Centro para el Desarrollo Económico) reveló en febrero de 2023 que casi 5 de cada 10 venezolanos están de acuerdo con que las parejas del mismo sexo tengan derecho a adoptar niños y niñas, y consideran que pueden criarlos bien. 

El resto —4 de cada 10— opinan lo contrario: son esas personas las que a veces las ven feo, las que las tratan con desdén. Una vez, inclusive, en medio de una ponencia sobre los derechos de las familias, un grupo evangélico encerró a Elizabeth en contra de su voluntad en un cuarto y comenzó a “orar por ella”, como si se tratase de una terapia de conversión. Como si tuviese un demonio encima. Sintió miedo; pensó en qué hubiese pasado si hubiese estado ese día con sus hijos. 

A veces, piensan en el futuro y eso las atormenta: “¿Y si un día alguien trata de afectar su percepción sobre su familia? ¿Y si por necesidad de encajar, en la adolescencia, los niños rechazan su hogar porque este no encaja en la sociedad?”. Y sobre todo, piensan en la violencia. En que los agredan. En que Fabrizio es y será más vulnerable que Mónica. Por eso, sin darse cuenta, comenzaron a ser activistas, y han ocupado cargos públicos en áreas donde puedan defender los derechos de la diversidad sexual a la que pertenecen. Porque aman a sus hijos, para quienes, cada día, procuran un mundo donde lo más importante sea el amor.

*Los nombres de los protagonistas de esta historia fueron cambiados para cuidar la integridad de la familia

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Jugaba a ser reportera desde que aprendí a leer. Luego, coqueteé en mi imaginación con cinco profesiones más. Pero la vida me quería periodista. Lo supe a los 12 años. Nací el día que empecé a cubrir deporte menor y las comunidades me enamoraron. Ahora aprendo a contar sus historias.

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