Irma, que ha sido uno de los cuatro huracanes que ha desbordado las aguas del Caribe en los últimos meses, fue el que causó más destrozos en Florida, Estados Unidos. Sin embargo, no afectó a todas las zonas por igual. Partiendo de su recuerdo de Kate, en 1985, la cubano-venezolana Kelly Martínez cuenta cómo vivió la experiencia del reciente paso de este ciclón por una de las zonas donde fue más benévolo.
Fotografías: Kelly Martínez
Mi primer ciclón —el Kate, en 1985— lo viví en La Habana del Este, asombrosamente cerca de una costa que nada tiene que ver con la imagen idílica de las playas cubanas. Llena de esas rocas puntiagudas que en Cuba llaman dientes de perro, invadida de erizos, con un mar que, incluso en días tranquilos, se sentía amenazante, sigue apareciendo en mis sueños como una pesadilla.
Muchos cubanos insistieron en confundir el nombre del ciclón con el mío; en buena medida en son de broma, en buena medida porque los cubanos (y, me temo, todos los caribeños) somos así: si no registramos un nombre de buenas a primera, lo asimilamos al que más se nos parece. Kate o Kelly, daban lo mismo.
Lo pasé con mi abuela y mi tía abuela paternas. Papá y mamá agarraron un taxi y vinieron a vernos en medio de un huracán categoría 3. Recuerdo haber visto, por la persianita del baño en la que acostumbraba a ver la puesta de sol, el viento casi como una masa sólida, las palmeras doblarse peligrosamente. Estuvimos todo el día guarecidos, sentados en la mesa del comedor, una mesona de caoba con patas labradas, que mi tía atesoraba como un regusto de burguesía. En la noche, nos alumbramos con un quinqué, una de esas lámparas de keroseno tan comunes en las casas cubanas.
Luego de una semana sin electricidad y con toda actividad suspendida, la vida regresó a su lento ritmo insular.
Durante los 20 años que viví en Venezuela, en los que mi infancia cubana era una memoria casi romántica, siempre aseguré que los ciclones eran divertidos. Cuando anunciaron la visita de Irma a Miami, donde ahora vivo, no me inquieté demasiado. Yo tenía una memoria de los huracanes. Además, se llamaba Irma, nombre de maestra de primaria, de señora bonachona. ¿Quién se inquieta con un nombre así? Deberíamos insistir en cambiar el cifrado, exigir nombres como Escila y Caribdis para ciertos fenómenos de la naturaleza.
Hay un cuento de Bradbury —“La carretera”, en El hombre ilustrado—, el cual es protagonizado por un campesino mexicano, Hernando. Ajeno a la civilización, no se entera de la guerra atómica y el fin del mundo hasta que miles de carros enloquecidos pasan por el camino cercano a su casa, rumbo a Estados Unidos. Pensé en él cuando la televisión local anunció un huracán atómico y los floridianos huyeron despavoridos por la I-95. Supe que no podría permanecer ajena ni calmada: soy sensible a la histeria colectiva, vengo de una familia Pentecostal.
Si me pidieran ahora que contara con detalles los días previos a la llegada de Irma, estaría en aprietos. Todo es fragmentado, lleno de información y caos, tenso como tiene que ser un huracán de magnitudes atómicas. Aunque tal vez exageraron, Irma era enorme; no solo por su categoría sino, sobre todo, por su diámetro. Solo el ojo medía más que la pobre Barbuda, una cagadita de mosca en el mapa. Alcanzaba La Florida de costa a costa.
En Home Depot, al parecer la única ferretería de la ciudad, los comestibles y la madera se agotaron inmediatamente. Madera que sirve de protección medianamente barata y resistente para quienes no tienen los famosos shutters, esas persianas de metal tan comunes aquí.
Cuando repusieron las maderas, las colas eran kilométricas, que es lo que, al parecer, siempre pasa en caso de ciclón. La gente hasta hace chistes sobre eso. En Caracas, al menos en la que dejamos, hubiésemos sabido qué hacer. En casa, uno sabe cuáles son los caminos verdes: una ferretería en no sé dónde, el taller de no sé quién en La Yaguara, un aserradero; fulanito, que es escultor o carpintero, o ambas cosas, y te regala dos. ¿Cómo protegen su casa aquí quienes no encuentran nada? ¿Cómo resuelven? ¿Qué hacen quienes no tienen o no saben? ¿O los recién llegados, que a veces ni saben ni tienen? Algo hacen, algo hacemos. Como me dijo un amigo en esos días: si algo he aprendido de la latinidad es que siempre contamos con un último recurso.
En la calle había una tensión solo comparable a la de El bebé de Rosemary. Los amigos venezolanos sentían pánico. La mayoría de ellos, gente de mi generación emigrada a Miami, vivía por primera vez un huracán, esa palabra taína que quiere decir “corazón del viento”. También algunos amigos cubanos, jóvenes. Aunque están acostumbrados a los huracanes, no habían vivido nunca uno tan inmenso.
Los mayores, en cambio, parecían tomárselo con serenidad. Incluso algunas doñas cubanas decidieron rebautizarlo como Mirna. No registraron el nombre, lo asimilaron a lo que más se les parece. Irma o Mirna, daban lo mismo.
—Ñó, qué chivada me tiene esta Mirna.
—Irma.
—Sí, Mirna.
Si insistías, discutían moviendo la manito y apretando los labios con gesto irrebatible. Te decían que ellas lo oyeron en Univisión, que si tú creías que ellas no ven las noticias. Pero rebautizar, además de la tara mnemotécnica, es también una forma de quitar poder, de conjurar, de decir no me importas.
Yo te llamo como me da la gana. Tú, Mirna, no me vas a quitar el sueño.
En el Caribe, dice Benítez Rojo, no puede haber apocalipsis.
No conseguimos madera. Cuando anunciaron que el huracán cambiaría de rumbo y descartamos la idea de irnos de emergencia a un refugio, montamos nuestro búnker con cuanta cosa rígida encontramos, incluyendo cartones triples. Por un segundo, me sentí como los muchachitos de La Resistencia, en Venezuela, haciendo escuditos para defenderse de una violencia que los sobrepasa, y la idea me conmovió. Lo olvidamos, pero ese humilde material que es el cartón resiste impactos. En Venezuela se hacen ranchitos con eso. Uno aprende muy temprano, allí, a tener un último recurso; un país que fue para mí una dura pero maravillosa escuela.
El domingo nos levantamos temprano. Algo en el aire me llevó al Kate, ese primer ciclón y casi pude sentir las voces de tía y abuela revoloteando. En los pasillos del edificio —uno de esos clásicos edificitos marrones miameros, en las inmediaciones del aeropuerto—, los vecinos iban y venían, dando los últimos retoques a sus casas, chismeando. Había camaradería y nerviosismo. Nos organizamos para, en caso de inundación, subir al señor de abajo que está en silla de ruedas. Por primera vez no éramos solo gente que se saluda en las mañanas, sino una comunidad.
Finalmente, como una diva rumbosa, Irma hizo su entrada “triunfal” por los cayos. ¿Qué habría hecho Heningway de estar allí? ¿Le hubiese disparado o la hubiese seducido? La anunciaron el ruido cortante de las ráfagas de viento y el batir de las palmeras. Me daba miedo ese ruido, el espacio rasgado por la velocidad, cada vez más amenazante. Me daba miedo cómo todo parecía estar a punto de derrumbarse. Si aquí es así y apenas le estamos viendo el volante del vestido ¿cómo iría a ser en Naples o Tampa?
No había electricidad, tampoco teléfono ni internet. Las alertas de tornado eran frecuentes y uno imaginaba que lo que venía era Twister. El cine hollywoodense nos llenó la cabeza de este tipo de imágenes, cultura protestante obsesionada con el fin, me temo que incluso deseosa. Las únicas conexiones con el mundo exterior fueron la pequeña radio de pilas de mi padre y el huequito que dejamos en la ventana (que en nada se parecía a aquella persianita de mi infancia) para vigilar las inundaciones y ver pasar el huracán.
Con la caída de la noche llegó la calma, las ráfagas se hicieron menos estruendosas. Contra todo pronóstico, dormimos. Me despertó un pájaro cantando. Su canto retumbó en el silencio. Hace mucho que no era eso lo que me despertaba. Todos comenzamos a quitar las protecciones y a salir lentamente. El cielo era azul-playa-después de la lluvia, un azul desteñido. Nadie sabía cuándo volvería la electricidad, cuándo volveríamos a nuestras rutinas mínimas, a nuestros aires acondicionados. Abajo todo era charco, árboles caídos, una iguana muerta flotando bocarriba.
Supe, por una amiga bióloga, que Irma enfrió las aguas del Atlántico, cuyo excesivo calor estaba matando diversas especies. Varios pescadores me lo advirtieron a principios de año: el agua está muy caliente, viene un huracán grande. Ahora los corales pueden respirar de nuevo, el fondo del mar ha vuelto a su equilibrio. No somos la única especie que importa.
Es cierto, la tierra tiene sus ciclos y desde siempre hay catástrofes naturales pero, mientras más violentamente la tratemos, más violentamente nos responderá. En eso pensaba mientras un vecino agarraba la iguana muerta, se reía y la volvía a lanzar al charco. ¿Aprendimos algo, realmente, de esta experiencia?
El martes salimos a ver los destrozos. En mi zona y aledaños, árboles caídos y uno que otro techo sin importancia, que salió volando. Tuvimos suerte, las viejas cubanas tenían razón: quien vino fue Mirna. Otros lugares, incluso aquí en La Florida, no pudieron decir lo mismo. Recibieron a Irma, nombre que, por cierto, significa “la inmensa” o “la que tiene mucha fuerza”. Pero, incluso para nosotros, su paso fue una advertencia. La Florida es tierra de ciclones. Han pasado por aquí desde que esto era solo pantano, desde que Key West era apenas un pueblo de pescadores donde Hemingway tenía una casa y Tennessee Williams pasaba las vacaciones. Seguirán pasando.
Una ciudad que, se supone, es del primer mundo debería estar más preparada para estas contingencias. Deberían estarlo sus ciudadanos. ¿Qué pasará cuando cambiar el nombre no sea suficiente para conjurar la muerte? ¿Qué pasará si nos falla el último recurso?