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La corriente que se llevó a Yonjaiverson

Francisco Zambrano | 7 nov 2018 |
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Como tantos niños que crecen en hogares disfuncionales, Yonjaiverson encontró en la calle un refugio para vivir sin reglas. Pero en esa misma calle encontró también la muerte, de manos de otros niños que, como él, hicieron de las aceras y plazas su hogar. Luego de su muerte, dos de los tres hermanos de Yonjaiverson que vivían en la calle volvieron junto a su mamá.

Ilustraciones: Robert Dugarte

 

Yuleima reconoció el cadáver de Yonjaiverson por una uña negra que tenía en un dedo del pie. Una marca indeleble que quedó luego de que un martillo le cayera encima, uno de esos días que pasó por la casa a ayudar en cuestiones del hogar.

—Es él, es él, que te estoy diciendo que es él —le dice a una hermana, mientras camina de un lado a otro en la entrada de la morgue de Bello Monte, en Caracas.

Una mezcla de olor a trapo mojado y comida descompuesta recorre el pasillo de acceso a la morgue. Las moscas zigzaguean. Un funcionario del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas aborda una moto, la enciende luego de varios intentos y deja una estela de humo al partir. Yuleima sigue refutando a su hermana.

Le jura que ese cuerpo que acaba de ver en el sótano es el de su hijo.

Junto a las dos mujeres, tres muchachos miran fijamente al piso como buscando una respuesta. Son los hermanos de Yonjaiverson, o de Jacobo, como lo conocían en las calles. La quinceañera, que viste un gorro tejido, abrigo negro y jeans, se chupa el dedo sobre el regazo de su tía. El varón, de 8 años, con sus pantalones arremangados hasta las rodillas, mueve las piernas constantemente sentado en una de las jardineras; el otro, de 13, permanece estático. Sus gestos denotan dolor.

 

Yuleima se vistió de prisa en su casa del barrio La Bombilla, en Petare, cuando uno de sus hijos le informó que el cuerpo de Yonjaiverson estaba en Bello Monte. Tenía una licra gris, una franela blanca con estampado negro y un suéter fucsia; no hubo tiempo para combinaciones. En la mano derecha aprieta un paño pequeño con el que eventualmente se seca las lágrimas. Lo estruja cada vez más, como quien estrangula algo para resarcirse de una pena.

Otras personas aguardan inquietas por el llamado desde el interior de la morgue. La mayoría ya pasó por la recepción, antesala a las neveras subterráneas donde reposan los cientos de cuerpos asesinados por la insoslayable violencia en Caracas. Cada nombre dicho en voz alta puede significar que se está listo para partir con la carroza a la funeraria o directo al cementerio, o también que se necesita sacar una copia adicional, firmar un documento o hacer cualquier diligencia burocrática.

Yuleima no quiere aguardar más. Anhela que le entreguen el cuerpo de su hijo, de apenas 11 años de edad. Ya no tiene fuerzas. Sin embargo, se incorpora, se asoma hacia adentro, cruza la reja metálica que conduce al epicentro de su tormento y se devuelve con las manos vacías, sin información adicional. Empleados con carnets sobre el pecho se pasean con planillas, gritan nombres, pero ninguno que se apellide Ríos. Toca armarse de paciencia. Es la tarde de un miércoles.

Ella desconoce que pasarán 48 horas más para que le den el cadáver de Yonjaiverson.

 

Yuleima ha parido diez veces y en su vientre hay otro bebé en camino. Dos de sus hijos están en Colombia con su ex marido, uno bajo la protección de una madrina, cinco viven con ella y su actual pareja, uno vive en la calle y el otro está muerto.

Llegó a tener a cuatro de sus hijos viviendo en las calles, pero dos retornaron al hogar: uno volvió luego del asesinato de Yonjaiverson y aún le queda uno allá afuera.

Yonjaiverson fue el primero en atreverse a dormir una noche fuera de casa. Desde 2015, cuando a la edad de 8 años emprendió camino hacia el aislamiento, iba cada vez menos a la casa de Yuleima. Expertos de la Unicef consideran que los niños que escogen la calle tienden a regresar cuando sienten una necesidad específica, pero la frecuencia tiende a ser cada vez menor: el exterior se vuelve más atractivo, no hay límites, y la calle es una fiesta fuera de control, sin reglas, sin maestros ni padres.

 

Valentina Morantes conoció a Yonjaiverson durante las protestas antigubernamentales de 2017. No le costó mucho estacionarse de retroceso en la angosta y concurrida calle de la morgue. Se bajó de la camioneta que conducía a toda prisa y enseguida abrazó a Yuleima y a sus hijos.

—Espero que se estén portando bien —les dijo a los más pequeños.

Ellos no respondieron.

Valentina es coreógrafa y trabaja en mercadeo digital. Sintió una conexión casi inmediata con Yonjaiverson una vez que andaba por Las Mercedes, marchando contra el gobierno de Nicolás Maduro. El día que hicieron una gran sopa para compartir en medio de la intensidad de la protesta, apartó un poco para darle.

Días después volvió por los lados del Centro Comercial El Tolón y lo tropezó. Esta vez le compró una arepa.

—¿Tú no fuiste la que me dio sopa el otro día? —le preguntó el niño.

—Sí, fui yo. ¿Me aceptarías un helado si te invito?

Yonjaiverson asintió.

—¿Por qué te dicen Jacobo?

—Así me decía mi abuela y me gusta que me llamen así.

Jacobo era su nombre de guerra, su alias en la calle.

Esa cita sirvió para que Yonjaiverson le dijese a Valentina que había salido de su casa porque no se sentía a gusto, no le gustaban las reglas, ni la nueva pareja de su mamá. Quería ser libre y hacer lo que le viniese en gana y la calle era el único lugar donde podía lograrlo. Fue así como pasó a formar parte de las estadísticas que lleva la Red de Casas Don Bosco, según las cuales desde finales de 2017 y hasta junio de 2018 ha habido un aumento de más de 60% de niños en situación de calle, solo en Caracas.

Su relación se fue intensificando cada día más. Se convirtieron en cómplices y en el puente para que Valentina acogiera bajo su ala protectora a otros niños de la calle. Juntos fueron a jugar bowling, a parques, a una piscina y hasta a la propia casa de Yuleima.

Valentina cree que Yonjaiverson sufría de algo parecido a un trastorno de bipolaridad. Eso hizo que lo llevara al Instituto Venezolano para el Desarrollo Integral del Niño en varias ocasiones. Allí le recetaron un medicamento para apaciguar sus ataques de ira.

Valentina nunca vio a Jacobo bajo los efectos del alcohol o de las drogas. Y mantenía una comunicación fluida con Yuleima sobre las andanzas de su hijo. El día que supo que lo habían matado porque tenía un arma de fuego, no lo asoció con la posibilidad de que este la usase para herir o robar alguien. Sabía que a Yonjaiverson le gustaba ser el centro de atención y supone que esa especie de Santo Grial con pólvora lo convertiría en el líder de su grupo, en el paladín que siempre quiso ser.

Además de la casa de Yuleima, Yonjaiverson tenía varios lugares a los que acudía cuando sentía la necesidad de ser ayudado, de comer algo caliente, bañarse o simplemente ser escuchado. Uno de esos sitios fue la sede del Instituto Autónomo Consejo Nacional de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes (Idenna), en Los Chorros, de donde se escapó para ir a Las Mercedes y no volver nunca más.

Fue ahí donde lo encontraron.

El 6 de mayo de 2018, miembros de Protección Civil hicieron el hallazgo de un cuerpo sin vida en las riberas del río Guaire, a la altura del puente de Las Mercedes. No tenía identificación y se manejó la equivocada tesis de que se trataba de un hombre de entre 35 y 40 años.

Un mes después, Yuleima estaba en la morgue de Bello Monte esperando por el cuerpo de su hijo. No entendía cómo no habían podido identificar al ser que salió de sus entrañas. Cómo podían haber podido confundir su cuerpo con el de un hombre, si él apenas era un niño. Nadie la había contactado, tampoco nadie reclamó el cuerpo en 30 días.

—Pero es que Yonjaiverson no tenía cédula —le dijo una de sus hijas.

—Ellos me preguntaron si estaba segura. Y yo les dije que sí: “Ese es mi hijo, chica, me lo mataron” —señaló Yuleima.

Además de la uña negra, Yonjaiverson tenía una pulsera alrededor de uno de sus tobillos. El cuerpo que ella vio en el sótano también la tenía.

Jacobo formaba parte de un grupo de niños que pululaban entre el límite de Las Mercedes con Chacaíto y la Plaza Alfredo Sadel. Vivían de pedir limosna a conductores que paraban en semáforos y, a veces, tenían la temeridad de bajar el vidrio del vehículo. Según Yuleima, Yonjaiverson no delinquía, únicamente “martillaba” para comprar cigarros. No era malo, solo un niño que había convertido la calle en su centro de operaciones.

Pero Yonjaiverson tuvo la suerte, o la desdicha, de toparse, junto a otro amigo, con un arma de fuego. Otros chicos se enteraron y a cuchilladas se adueñaron de ella. Una puñalada en el estómago y otra en la cara bastó para neutralizarlo.

Se desconoce dónde le dieron muerte. Lo cierto es que, atrapado por la corriente de una vida sin reglas, no volvió al hogar materno, y que ese enigmático vertedero de desechos y refugio de indigentes llamado Guaire, terminó dándole su última morada.

 


Historia elaborada en el XII Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2018.

Francisco Zambrano

Periodista. Escribo historias que sean dignas de contar. Desde deportes hasta sucesos. Trabajo en Runrunes y tengo dos décadas rodando por redacciones de medios en Caracas. Cine, música y mi familia son el elixir en medio de este pandemónium.
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