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Mira el río por donde se fue su hija

May 18, 2019

Marina vivía en una comunidad remota, en las profundidades de la selva de Delta Amacuro. Un viaje de tres meses a Tucupita, la capital, la convirtió en adulta a sus tempranos 14 años. Al volver a su comunidad, inició una relación con un hombre que no conocía, quedó embarazada y, a los cuatro meses, salió a un viaje a la vecina isla de Trinidad. Fue como si se hubiese hundido en el agua.

Ilustraciones: Walther Sorg

 

Sobre un taburete, ennegrecido por el paso del tiempo, está sentada Soledad Marín. Gruesas gotas de lluvia caen sobre el techo produciendo un sonido que parece amplificado por la profundidad de la selva de Delta Amacuro, al nororiente de Venezuela. El estruendo opaca la voz tenue de la mujer que dice extrañar a su hija, Marina, una adolescente de quien no ha tenido noticias en mucho tiempo.

Nadie sabe qué pasó con ella.

—¿Por qué no habrá vuelto? —se pregunta Soledad.

Es como si se la hubiera tragado la tierra. O el agua.

Marina, su niña, de tan solo 14 años, estaba embarazada de cuatro meses cuando la vio por última vez. Fue a finales de marzo de 2018. La chica se levantó a las 4:00 de la madrugada, antes de que se asomara el sol. Había llovido toda la noche. Envuelta en la neblina y el frío, se apresuró a alistarse para el viaje: partiría, una vez más, a Trinidad. Asó domplinas —una suerte de pan que se prepara a base de harina de trigo— sobre el fogón. Preparó café y les sirvió a sus padres. Recogió la hamaca, empacó algunas sábanas, varias mudas de ropa y un par de zapatos. Abrigada con un suéter negro con amarillo, tomó el equipaje y caminó hacia el puente que comunica esta casa de piso de madera con el río. Entonces, sin que aún amaneciera, madre e hija se despidieron con un abrazo íntimo, profundo.

Soledad quiso pensar que, como las veces anteriores, su muchacha volvería sana y salva. Que sería un viaje más. Y que, por supuesto, vería nacer a su nieto.

Pero tenía un mal pálpito. Y dicen que las madres no se equivocan.

La embarcación ya estaba lista para arrancar. Allí la esperaban un joven de la comunidad y tres trinitarios, uno de los cuales era su pareja, a quien apodaban “El Inglés”. Desde ese punto de la selva deltaica —a ocho horas de Tucupita por el río Orinoco—, recorrerían el trecho de tres horas que mezcla el agua dulce con el agua salada hasta la vecina isla de Trinidad.

Apenas ella abordó, partieron. El ruido del motor se perdió en la lejanía, mientras las aguas se calmaban.

Y Soledad Marín la vio alejarse.

—Estaba feliz porque iba a comprar ropa para el bebé.

El fuego, encendido en el fondo de la casa, exhala el típico olor a humo. Hay ollas viejas tiznadas de carbón y varios chinchorros. En una esquina, un loro viejo llamado Kaunu repite cada palabra que escucha. Soledad lleva puesto un vestido verde, con trazos de tela roja, un collar hecho con caracoles marinos y unos zarcillos brillantes color mostaza.

—Mi nieto nació y no lo conozco, no sé nada —dice afligida.

El bebé que Marina llevaba en su vientre cuando se fue era de un hombre que no conocía bien. La relación entre ellos era todavía muy reciente. Había comenzado en diciembre de 2017, y ese mismo mes quedó embarazada. No hubo entre ellos un noviazgo, tal como se entiende en el mundo occidental. Era apenas una adolescente. “El Inglés” acordó con Soledad y su esposo ser el concubino de su hija a cambio de darle una mejor vida: la llevaría a Trinidad, donde podría abastecerse de alimentos que allí tanto escaseaban. Y les daría dinero, que también les hacía mucha falta.

En estos rincones recónditos del país, así suelen resolverse algunas cosas.

Marina no se opuso. Hasta entonces, había sido una joven tranquila, a la que se le veía jugando con sus amigas. Pasaban el tiempo bañándose en las corrientes de agua del Delta del Orinoco, recorrían los caños en curiaritas o embarcaciones pequeñas, y lanzaban palos a los árboles para tumbar sus frutos. Vivía rodeada de carencias, sí; pero parecía feliz.

Estudiaba en uno de los tres colegios de esa zona intrincada, tan cerca del Océano Atlántico, cuya población mayoritariamente pertenece a la etnia warao. Casi siempre debía levantarse de madrugada porque no había motores fuera de borda y eso complicaba el transporte hacia el centro educativo. Ella y varios estudiantes resolvieron reunirse para, juntos, irse hasta la institución remando en balsa. Tardaban hora y media en llegar.

La familia de Marina había vivido de la caza y la pesca. Pero la mano del hombre golpeó la abundancia de los ríos y la fauna, y el oficio ya no era tan rentable. Así las cosas, el padre de Marina decidió irse de la selva a Puerto Volcán, en Tucupita, a trabajar de “caletero”, para obtener más ingresos. Serían apenas unos meses. Solo una prueba a ver cómo le iba.

Se mudaron para allá los primeros tres meses de 2017. Todo allí era distinto: había que tener ciertas precauciones, porque en Puerto Volcán operaban abiertamente bandas dedicadas al contrabando y a la prostitución. Y fue ahí donde Marina, con 13 años, conoció a Wilmer González, a quienes muchos señalan como el zar del contrabando de gasolina y de armas, una red enorme cuyos puntos de enlace internacional están bajo el camuflaje de los matorrales, raíces y altos árboles a lo largo de los 3 mil 600 caños del Bajo Delta.

Quizá haya sido la pasantía en Puerto Volcán lo que hizo que Marina se convirtiera en adulta antes de tiempo. Eso piensa Soledad. Cuando volvieron a la selva meses después, la muchacha era otra. Se comportaba diferente; tenía ciertos aires de grandeza que antes no se asomaban en ella.

Al llegar, comenzó a vincularse con trinitarios que desde hacía años merodeaban las zonas habitadas por waraos para intercambiar harina de trigo, de maíz, tabaco, arroz, azúcar y licor por gasolina y lubricantes para motores fuera de borda. También distribuían marihuana y cocaína. Uno de ellos era “El Inglés”, con quien Marina se vinculó en una relación, luego del aval de sus padres.

Al principio todo marchaba bien entre ellos. Hicieron uno, dos, tres viajes a Trinidad, siempre por vía fluvial. La joven volvía contenta, con ropa nueva y con grandes cantidades de comida que compartía con su familia. Finalmente podían paliar un poco el hambre. Pero las cosas entre Marina y “El Inglés” pronto —quizá demasiado pronto— se desgastaron. Comenzaron a discutir mucho, a cada rato. Y sin motivos.

El hombre bebía en la casa. Hacía festines que duraban todo el fin de semana y se prolongaban hasta los martes o miércoles. Casi siempre estaba ebrio. Marina, convertida en ama de casa, pasaba casi todo el día en la cocina y haciendo labores domésticas.

En medio de sus borracheras, “El Inglés” a veces se ponía violento. Sacaba el arma que tenía y corría a sus propios invitados. Y a Marina también. Ante esos episodios de desmesura, todos huían despavoridos de allí.

Eso fue lo que ocurrió dos noches antes del cuarto —y último— viaje.

 

Sin dejar de amasar harina para preparar arepas, Soledad mira desde el interior de la vivienda hacia el río por el que se fue su hija navegando. Tiene la tristeza en su mirada y los recuerdos caen en su mente como una cascada.

“El Inglés”, luego de haber bebido mucho alcohol, esa noche sacó su arma —una Beretta color negro—, sopló el cañón y amenazó a la familia. No había ningún motivo, pero el hombre fuera de control no parecía necesitarlo. Marina lloraba. Sin disparar, el hombre se fue corriendo hasta el puente que comunica la casa con el río, y se embarcó en su lancha. Prendió el motor fuera de borda de 75 HP y aceleró bruscamente. Cuando todos pensaron que volverían a la normalidad, él regresó. Habían pasado tres horas.

Marina estaba sentada en su chinchorro con las dos piernas pisando la madera, descalza, y todavía tenía lágrimas en sus mejillas. El trinitario, sin mediar palabras, la golpeó. Volvió a sacar su pistola, y apuntó en la sien a Marina, ante los ojos absortos de sus padres. La joven pensó que apretaría el gatillo, que la mataría, y quiso correr, correr a toda velocidad lejos de allí, pero el cuerpo no le respondió. Estaba paralizada. Y volvió a llorar.

—¡Prepárate, nos vamos a Trinidad! —le gritó El Inglés antes de irse nuevamente.

—No vayas, no vayas, esta vez no te vayas —le clamó Soledad, apenas el hombre se marchó.

—No lo hagas, hija —intervino el padre.

Pero no les hizo caso.

—Ella tenía miedo. No sé si estaba segura de viajar y poder volver sin problema, pero no dijo nada. Se fue. Ese día le di ese abrazo sobre el puente y vi cuando se alejaba.

El tiempo ha pasado. El nieto de Soledad nació en septiembre de 2018 y ella no lo conoce. Pero ya han llegado noticias de su hija. No las que ella quería escuchar, pero al menos ya no está suspendida en el vacío, en esa incertidumbre que cocinaba sus días.

A Marina no se la había tragado la tierra ni el agua: estaba en Trinidad. Sana y salva, pero en un retén de menores. Una comisión de la policía trinitaria la apresó en una casa de campo, y le incautó armas y dólares sin que pudiera explicar su procedencia. Meses después la dejaron en libertad. ¿Estará con su bebé? ¿Ya caminará? ¿Qué fue de él mientras su madre estuvo en prisión? ¿Querrá regresar a Venezuela?

 

Los  nombres de los personajes fueron cambiados para proteger su identidad.

 


Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.

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Periodista deltano warao, integrante del equipo digital nacional de la Red Nacional Fe y Alegría Venezuela, redactor del portal Tanetanae.com y amante de la radio. Creo en la Venezuela pujante.

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