Un día soleado de julio de 2017, una comisión del Servicio Bolivariano de Inteligencia allanó la casa de David Gallardo, miembro del partido Voluntad Popular en el estado Cojedes y, sin explicación alguna, se lo llevaron junto a María Figueroa, una amiga suya que estaba de visita. En ese instante comenzaron para él los peores días de su vida.
Ilustraciones: Walther Sorg
Finalmente, se terminaba la pesadilla para David Gallardo: luego de tres meses encerrado con presos comunes, le acababan de informar que quedaba en libertad. Podía abandonar la celda e irse a pasar la noche en su casa. Pero él, aunque se alegró con la noticia que tanto había anhelado, sentía que no debía dejar su celda. Se había prometido que cuando le dieran la libertad saldría de día, porque él no era un delincuente.
La boleta de excarcelación llegó hacia a las 6:00 de la tarde, razón por la cual tendría que abandonar el lugar ya caída la noche. Pero decidido a no traicionar sus convicciones, a eso de las 7:30, llamó a su mamá para decirle que, pese a que era libre, prefería permanecer allí hasta el otro día. Sus carceleros, sin embargo, lo sacaron de la celda poco después de aquella llamada. Quizá fue cosa del azar, del destino, pero en ese momento los funcionarios se percataron de que al documento le faltaba un sello, así que lo regresaron de nuevo a su confinamiento. Y cuando entró a la celda sus compañeros lo abrazaron y lloraron con él.
Bajo la luz del sol arrancaron a David de su casa. Era el 29 de julio de 2017.
El día siguiente sería la elección de la Asamblea Nacional Constituyente convocada por Nicolás Maduro. David estaba en su casa, ubicada en el municipio Tinaco del estado Cojedes. Estaba descansando en su cuarto cuando su amiga María Figueroa lo llamó para pedirle prestada su laptop para hacer un trabajo de la universidad.
María y David se sentaron a trabajar en el porche de la casa. En eso estaban cuando un autobús distrajo su atención. Pasó tan despacio que parecía que le costaba mantener la marcha. Diez minutos más tarde, David tuvo la sensación de que los estaban vigilando desde uno de esos taxis que entregaba el Gobierno de Maduro.
—Ese carro me parece muy sospechoso. Mejor entramos a la casa —dijo.
María le dijo que no se preocupara, que ese era el carro de un vecino.
No les dio tiempo de pararse. Como en una de películas de acción, al mejor estilo Hollywood, el taxi retrocedió rápidamente y se bajaron de él un grupo de hombres vestidos de negro, con capuchas y armas largas, que saltaron el muro exterior de la casa y los rodearon.
—¡Agáchate! —le gritaron a David.
—¿Qué pasa? —preguntó, sin comprender nada de lo que estaba sucediendo.
Los hombres lo apuntaron con un arma de fuego. Nunca mostraron ningún papel, ni nada que indicara la razón de aquel allanamiento. David, por un momento, pensó que era un robo, pues la inseguridad ya era un problema en esa comunidad. Preso del pánico, volvió a preguntar qué estaba pasando.
Los hombres le gritaron que se callara, y entre insultos y empujones lo obligaron a abrir la puerta de la casa. A María la empujaron contra el suelo. Después le hicieron lo mismo a él. Les taparon la cara con máscaras y a David comenzaron a preguntarle por Gabriela.
—¿Cuál Gabriela?
—Tú como que te la das de chistoso —le gritaron en la cara. ¡Qué nos digas dónde está Gabriela!
Entonces le quitaron la máscara y le mostraron una foto. Fue cuando pudo ver que el frente de su casa estaba lleno de carros y camionetas del Sebin. La foto que sostenía aquel hombre armado, enmascarado y con guantes negros, era de la diputada Gabriela Arellano, miembro del partido político en el que David militaba.
Mientras esto ocurría, sacaron a la calle a la mamá y al padrastro de David, quienes estaban en ropa interior.
Los funcionarios se llevaron prendas, joyas, dinero en efectivo, unos DS de los hermanitos de David, relojes y perfumes. Sus implementos de estudio de gastronomía también se los robaron. A él se lo llevaron, junto a María, a la sede del Sebin en San Carlos, capital del estado Cojedes. Allí comenzaron a golpearlo y a aplicarle electricidad por todo el cuerpo. Le hacían preguntas sobre Pedro Figueredo y José Antonio Zavarce, dirigentes de Primero Justicia en Cojedes, a quienes solo había visto en los medios de comunicación. Le preguntaban sobre su orientación sexual y trataban de relacionarlo íntimamente con ellos.
Luego lo llevaron a un cuarto donde había un mesón con bidones de gasolina, armamentos, cartuchos, bombas molotov. Le insistían en que declarase que todo aquello había estado en su poder.
—¿Por qué hacen eso si ustedes saben que eso no es mío? Yo no tengo armamento y nada de eso me pertenece —respondía él.
Uno de los funcionarios lo grababa y le gritaba que se callara y que admitiera que todo lo que había allí era suyo. No había terminado de negar que eso fuera así cuando volvieron con las preguntas sobre la vida íntima de dirigentes opositores:
—¡Tienes que decirnos quiénes son gays y lesbianas! —le gritaban.
Y con los gritos vinieron más golpes y nuevas descargas de electricidad.
—Nosotros sabemos que tú eres pareja de José Antonio Zavarce —le decía uno de los funcionarios.
—No lo conozco. Solo lo he visto por la televisión haciendo campaña.
Después de muchas preguntas, lo encerraron en un cuarto gélido, donde no había cama ni sábana para echarse al suelo.
Según los captores, David se había convertido en una amenaza para las elecciones de la Constituyente que se celebrarían al día siguiente. En la edición 168 de su programa Con el mazo dando, Diosdado Cabello aseguró que David y María Figueroa habían sido arrestados en la llamada “Operación Tun Tun”, una serie de incursiones de las fuerzas de seguridad en hogares para detener a quienes, presuntamente, podrían interrumpir el curso del proceso electoral. Cabello aseveró que a los dos jóvenes los habían presentado como “terroristas”. Habló de supuestas evidencias que así lo indicaban: uniformes militares, un bidón de gasolina, 72 bombas molotov, una“careta de terrorista”y un cargador de FAL con 10 cartuchos.
Todo eso que David insistía que no era suyo.
También se les señalaba de haber atacado la subestación eléctrica de Tinaco y las sedes del Partido Socialista Unido de Venezuela en los municipios Anzoátegui y Tinaco de Cojedes.
Cuatro días después, el 3 de agosto de 2017, lo trasladaron a una sala donde lo obligaron a ver el programa Con el mazo dando y varias cadenas de Nicolás Maduro, donde solo hablaban de la Constituyente.
—Ese es tu presidente y es a quien tienes que apoyar y no puedes hablar mal de él —le decían los funcionarios.
David no dejaba de preguntarse cómo terminó envuelto en todo aquello si no tenía nada que con las cosas con las que lo vinculaban. En ese encierro, se aferraba a Dios, le imploraba que lo ayudara a sobrellevar el tormento que estaba viviendo.
Lo llevaron a la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalística, en San Carlos, para reseñarlo, y luego al Hospital General de San Carlos, donde le practicarían un examen forense. Ningún médico lo examinó. Los funcionarios del Sebin le dijeron a un doctor que indicara en el informe que todo estaba a bien, a pesar de que David tenía marcas en su cuerpo que evidenciaban el maltrato que había recibido.
Después, trasladaron a David a un tribunal militar. Los fiscales militares emitieron un informe para que el caso pasara a la justicia ordinaria, pues no pudieron comprobar que hubiera cometido los delitos que se le imputaban. Incluso ordenaron recluirlo en una oficina aparte y no mezclarlo con el resto de los presos. Pero, aun así, cuando regresó a Cojedes lo llevaron a la comandancia de la policía.
Mientras esto ocurría, organizaciones de defensa de Derechos Humanos como el Foro Penal Venezolano denunciaban que, con casos como el de David, se pretendía criminalizar la oposición. Y que el uso de la jurisdicción militar para juzgar a civiles, era ilegal.
No cumplieron con la orden del fiscal militar: lo encerraron junto a presos comunes.
“¡Llegó carne fresca!”, escuchó, como un eco, apenas él entró.
Sintió miedo. Pero cuando los reclusos se enteraron de que él estaba allí por adversar a Nicolás Maduro, se convirtió en una suerte de respetado consejero del lugar. Se hizo amigo de los policías, quienes lo apodaron “el gobernador”.
Eso, sin embargo, no diluyó el horror de la prisión. La suciedad y el hacinamiento ocasionaron que se enfermara. Contrajo escabiosis. Estuvo cinco días sin comer y cerca de 15 sin defecar. Los hedores y la falta de salubridad le quitaron el apetito, a pesar de que la comida que le daban era la que sus familiares le llevaban.
En la cárcel se encontró con tres amigos que también habían sido detenidos y golpeados por la misma razón que a él. Tenían hematomas en la parte baja de la espalda y en las nalgas.
La mamá de David le llevó pinturas y artículos de limpieza y, junto a sus compañeros, limpió y pintó la celda. Cuando a tres meses de haber llegado salió de allí, con luz de sol, como quería, les prometió a ellos que no los olvidaría.
Una promesa que cumplió. Fue a visitarlos y les llevó comida para compartir con ellos. Solo pudo volver otras dos veces, porque se vio obligado a abandonar Venezuela, porque comenzaron a amenazarlo. Como continuaba siendo parte de Voluntad Popular, lo llamaban y le decían que si no había escarmentado, lo iban a volver a encerrar y esta vez lo iban a hacer peor.
No contaba con suficiente dinero para migrar. Se fue a Colombia con unas prendas de oro que tenía y allá las vendió. De la venta obtuvo 250 dólares, se encomendó a Dios y continuó rumbo a Chile, que era el destino al que quería llegar. Pero en el camino se le acabó el dinero y tuvo que quedarse en Lima.. Allí llegó el 10 de enero de enero de 2018. Durante cinco días estuvo durmiendo en parques públicos, sin bañarse, comiendo muy mal. Hasta que conoció un venezolano que conoció su historia y lo acogió en su familia.
A los 15 días de haber llegado a Perú, David sufrió un accidente: se cayó y se le desprendieron los ligamentos de una pierna. No fue al médico y soportó el dolor, lo que trajo como consecuencia que se le produjera una celulitis. La pierna se le puso morada. La familia que lo recibió en su casa le insistió en que fuera a un hospital. Les hizo caso. Pudieron evitar la amputación de la pierna y, poco a poco, mejoró.
David, ya recuperado, comenzó a trabajar y la vida pareció sonreírle. Ha participado en jornadas de ayudas para venezolanos. A eso se ha dedicado con mucho entusiasmo mientras no deja de anhelar que su país retome el extraviado curso democrático.