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Sabe que ganó el combate más importante

Nov 27, 2021

Estando en un río, en Belén de Mamporal, Marcos Blanco recibió un balazo que le hizo perder la vista. Pasó muchos años encerrado en su dolor hasta que una prima lo invitó a su casa, en La Guaira, para que cambiara de ambiente. Allí lo llevó a un gimnasio. Esa visita cambiaría su vida, al ponerlo en contacto con el judo y, de esta manera, ganar el combate más importante que le tocaría librar.

Fotografías: Álbum Familiar

 

Hubo un tiempo en que Marcos Blanco no paraba de llorar. Dejó de dormir y luego, poco a poco, fue perdiendo las ganas de vivir. Se impuso un encierro dentro de su encierro: se quedaba en su habitación en su casa en Belén de Mamporal, en Barlovento. Entonces tenía 14 años. Desde su cama, escuchaba el bullicio de los vecinos que jugaban en la calle mientras que él se pasaba la tarde aferrándose a la idea de no olvidar los rostros de su madre y de sus hermanos. En esas horas eternas se hacía muchas preguntas sobre lo que le deparaba el futuro y si podría salir adelante. 

Había quedado ciego.

Se quebraba todos los días. Desplazarse por su propia casa ahora era un reto a su memoria. Sentía que ya no era capaz de distinguirse a sí mismo, lo que era y cómo era. La desolación que experimentaba era apenas comparable con la desorientación que le sobrevino: el mundo no tenía forma; era el vacío y los ruidos constantes que le rodeaban. Pensó tomar un mecate y enrollarlo a su cuello, porque no quería ser una carga para su familia. Pero no se atrevió a hacerlo. Son de esas cosas que siempre mantuvo ocultas y nunca llegó a hablar con su madre. Incluso hoy le cuesta hablar sobre ello y prefiere no dar mayores detalles.

Se le ocurrió vender, allí desde su casa, helados y galletas que preparaba su mamá. Lo tomó como una distracción, un modo de no estar encerrado en su habitación. Además, quería generar algo de ingresos para ayudar a su mamá. Era lo que más le preocupaba.

Entonces recibió una llamada de su prima Nilymar, quien vivía en La Guaira. Lo invitó para que fuese a su casa, para que cambiara un poco de ambiente. Y él aceptó.

Era 2013.

Iban a Catia La Mar y se bañaban en la playa. Marcos era muy cercano a su prima; siempre conversaban por teléfono. Ella quería ayudarlo de alguna manera, pues sabía que su primo no estaba bien y evitaba hablar sobre lo que le sucedía. Una mañana se levantaron, desayunaron y se alistaron para salir. Antes de cruzar la puerta, ella le dijo que esta vez no irían a la playa, sino a conocer un gimnasio de la zona.

Pensando que quizá allí encontraría alguna vocación para Marcos, Nilymar lo convenció para intentar algún deporte. Él no sabía que existían disciplinas de combate para ciegos. Se imaginaba el atletismo y la natación, pero estos deportes no le interesaban. Ese día conoció a Víctor Velásquez, un sensei de judo, quien se acercó muy interesado en hablarle. Con él conversó sobre las cosas que le impedían intentar un deporte; le contó que se sentía agobiado porque todavía se recriminaba por haber ido esa mañana al río.

Marcos solía ir caminando a un río que queda a 1 kilómetro de su casa en Barlovento. A veces iba a bañarse y otras a pasar el rato con algunos amigos. Allí era feliz. Muchos en la zona solían hacer lo mismo. Pero una mañana de 2006 fue solo y se sentó a la orilla. De repente sintió un corrientazo. Luego, que estaba en una habitación a oscuras. Se desmayó y cayó sobre las piedras.

No escuchó disparos, tampoco tuvo tiempo de reaccionar. Ese día su mente se apagó. 

Unas horas más tarde, despertó sobre una camilla en el hospital de Barlovento. Le habían dado un balazo en la cabeza y no podía ver. Estiró su mano y se tocó los ojos; sintió que estaban hinchados, pero era como si ya no estuvieran allí. Intentó pestañear varias veces, desesperadamente, pero todo seguía igual. Los médicos trataron de tranquilizarlo diciéndole que podía ser un efecto temporal del golpe tras el desmayo. A la madre le informaron que no había especialistas que pudieran atender a Marcos y que debía ser trasladado a Caracas.

Cinco días después, ya hospitalizado en Caracas, Marcos escuchó a su madre conversando con una amiga de la familia; las mujeres pensaban que estaba dormido. Su mamá le decía a la otra mujer que ya Marcos no podría ver, pues la bala había destruido el nervio óptico de ambos ojos.

Marcos comenzó a llorar y gritaba que su vida se había terminado. Respiraba de forma agónica: inhalaba y tardaba en expulsar el aire. Su madre intentaba consolarlo. Esa noche sollozó hasta que se quedó dormido.

Estuvo hospitalizado durante una semana y luego regresó a Barlovento. Al principio no supo cómo afrontar haberse quedado sin vista. Le tomó más de seis meses poder asimilar la situación.

Nunca llegaron a saber quién había disparado. 

Marcos es el menor de siete hermanos. Estaba cursando el 1er año de bachillerato cuando recibió el balazo que le hizo perder la vista. Su madre los crio ella sola y ella sola los sacó adelante. Marcos era la única persona con discapacidad visual en Barlovento y por esa razón no fue posible que continuara con sus estudios, o que consiguiera un trabajo.

Creía que ya nada de lo que hiciese valdría la pena. Estaba desmotivado la mayor parte del tiempo y casi todo el día se la pasaba encerrado en su casa, pues no quería depender de un bastón como guía. Tampoco le gustaba salir solo porque pensaba que podía pasarle algo, como ocurrió aquella mañana en el río que no podía olvidar. Así estuvo por ocho años, encerrado dentro del aislamiento que ya le imponía la ceguera, en los que vendía helados y galletas desde la casa familiar para ayudar a su madre con los gastos.

La propuesta del sensei Víctor de que practicara judo era como una lucecita en medio de la penumbra que había sido su vida en los últimos años, y generaba en Marcos la esperanza de que finalmente pudiese pertenecer a algo. 

Así fue como, en 2013, ya con 21 años, comenzó a practicar judo en el Gimnasio César Nieves de La Guaira. Luego, para que siguiese preparándose y creciendo como deportista, el sensei Víctor le pidió que considerara mudarse a Los Teques. Marcos accedió, y unos meses después se fue a vivir con uno de sus hermanos a las montañas mirandinas a fin de continuar con los entrenamientos. 

Al principio, el deporte le parecía aburrido. Debía memorizar, como si se tratase de una coreografía, las técnicas básicas del judo. Así era como podía anticipar el ataque del rival: la clave de todo estaba en saber identificar con rapidez los movimientos de su contrincante. Saber qué músculo mueve, qué brazo planea girar y conocer la posición de sus pies. Marcos lo entendía a la perfección y pronto dio muestras de tener las cualidades para ser un buen judoca.

Practicaba varias veces por semana. Su avance en el deporte lo llevó a formar parte de la Selección Paralímpica de Judo en 2015, y en 2018 sus entrenamientos quedaron en manos del sensei Ovidio Almeida.  

Pero ese camino, como el de la mayoría de los atletas venezolanos, no fue fácil de recorrer.

La beca que recibía de parte del Ministerio del Deporte venezolano, que apenas llegaba a los 2 dólares, no le alcanzaba para sostenerse. Por eso, debía buscar los medios para costearse la alimentación, el transporte y los demás gastos. Decidió que lo mejor era entrenar en casa. Así lo hizo durante la pandemia de covid-19, que obligó a todos a aislarse para contener los contagios. Le pedía ayuda a algún conocido para que lo supervisara en sus entrenamientos y lo grabaran con su celular para enviarle los videos a su sensei

También vendía helados en su casa, como hacía en Barlovento. Con eso se ayudaba un poco y ahorraba para finalizar el ciclo olímpico y conseguir un puesto en Tokio 2020. Su familia también lo apoyaba y solían organizar rifas o hacer colectas entre todos para ayudar a que Marcos pagase sus gastos por su estadía en las competencias en las que participaba.

Marcos solo pudo asistir a cuatro de los ocho eventos clasificatorios que daban cupos para Tokio 2020. El Ministerio del Deporte pagaba los pasajes, pero los gastos de estadía y alimentación eran limitados. Así viajó en 2018 hasta Portugal a su primera competencia internacional, en donde quedó en la 9na posición. Luego, el año siguiente, se subió al podio por primera vez en los Juegos Paralímpicos de Lima: ganó la medalla de la plata. 

Repitió el mismo resultado en Montreal, donde perdió la final y fue subcampeón. Posteriormente, logró viajar a Azerbaiyán y su participación lo llevó hasta la 9na posición. Su última oportunidad fue en Inglaterra. En el Grand Prix de Warwick obtuvo dos victorias y avanzó hasta la final, pero cayó derrotado contra el judoca Zurab Zurabiani, el número 11 del mundo. A pesar de este resultado, a sus 28 años, Marcos había conseguido un puesto para Tokio 2020.

 

En los días previos al viaje a Japón, Marcos estaba muy ansioso. Los nervios le impedían concentrarse y mantener la calma en los entrenamientos. En especial porque el otro judoca que también había clasificado, Héctor Espinoza, dio positivo por covid-19 y no podría viajar; él sería el único venezolano que representaría al país en judo. Un día antes de tomar el avión que lo llevaría a Tokio, otro compañero de selección, habló con Marcos: 

—Vas a hacer historia en el judo. Estas Olimpiadas serán las primeras de muchas —le dijo.

—¡Amén! Le voy a poner todo mi esfuerzo para traer una medalla —respondió Marcos, y en esas palabras encontró la tranquilidad que había estado buscando en los días anteriores.

Estar en Tokio le pareció una experiencia surreal. Sentía que había recobrado la ya olvidada sensación de estar vivo. Era como si hubiese encontrado la senda que había extraviado a sus 14 años. Creía que estaba en un lugar donde, de alguna manera, podía reconciliarse consigo mismo y con la vida. Marcos no olvidaba a qué había ido hasta allí: quería vencer a los mejores del mundo. Pero el solo hecho de estar en los Juegos Paralímpicos ya le sabía a victoria.

El día de su debut se enfrentó al judoca Isshak Ouldkoider, de Argelia. Marcos sabía que iba a medirse en un combate con el subcampeón mundial, pero no se dejó intimidar por esto. Ya él sabía que la base de una buena participación está en la concentración: Marcos pudo anticipar sus movimientos. Acertó y en pocos minutos pudo neutralizar los ataques de su contrincante. Con ello avanzó a la siguiente ronda. 

Luego tocaría el turno de enfrentarse a un atleta paralímpico que admiraba, el ganador de la medalla de oro en Río 2016, el uzbeko Sherzod Namozov. Sentía que podía vencerlo. Hacía mucho tiempo que, con esfuerzo, había ganado la confianza suficiente para dejar de temer a sus contrincantes. En el duelo, tuvo un buen desempeño y tardó un poco en descubrir la técnica de Namozov. Pero con ello logró eliminar a una promesa de Tokio 2020.

Le quedaban dos enfrentamientos para estar en el podio. Marcos se enfrentó en la semifinal al atleta kazajo Anuar Sariyev. En esa ocasión su estrategia no fue la mejor. Cayó derrotado, por lo que le tocaría pelear por la medalla de bronce. Se midió contra el turco Ciftci Recep, pero tuvo dificultades para concentrarse y no ejecutó correctamente un movimiento. Perdió ese combate.

Pero él se sentía como un triunfador. Miembros de los equipos técnicos de otras delegaciones lo festejaban mientras Marcos se hacía el concentrado; lo llevaban, lo guiaban, lo sostenían. Él hubiera dado cualquier cosa por poder sentarse a ver el momento en que dijeron su nombre por el altoparlante como el 5to mejor judoca de Tokio 2020 y le entregaron su diploma olímpico.

Su mamá lo llamó al llegar al hotel. 

—¡Tú eres mi campeón, hijo…! Aunque no traigas una medalla, ¡tú eres mi campeón! —le dijo ella con la voz quebrada por el llanto.

Marcos sintió que su madre tenía razón. 

En el combate más arduo que había tenido en su vida, ese en el que tuvo que pelear consigo mismo, había ganado. Él sabía que ese era el triunfo más importante.

 

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Periodista venezolana afincada en Caracas desde que tengo memoria. Me gusta contar las cosas buenas que suceden cerros arriba. Creyente de que las balas no son el paisaje. Me interesa visibilizar realidades y pensar en sus posibles soluciones.

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