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Oct 27, 2018

Jhonny Castillo es un joven historiador venezolano que emigró a Montevideo. Apenas llegar le advirtieron de lo complicado que resultaba conseguir empleo en ese país, y que el asunto no tomaba menos de cinco meses. A los pocos días de haberse instalado respondió a un anuncio solicitando personal. Quedó contratado. Se trataba de una tienda de flores de plástico. Aquí relata esa experiencia con el humor que le permite la distancia.

Ilustraciones: Douglas Doquenci Torres

 

—No, las calas y los lirios no son lo mismo. Los lirios tienen una corola más acampanada y el pistilo de las calas no es tan delgado. Debes saberlos diferenciar. Igualmente, te daré un manual para que vayas aprendiendo del oficio.

Alberto, mi jefe, no me miraba a los ojos mientras hablaba. Generalmente no mira a la cara, a menos que hayas cometido una falta: en ese caso, te observa fijamente solo unos minutos, desvía la mirada y comienza a reclamarte. Habla muchísimo, demasiado, siempre de trabajo. Busca a su empleada de confianza, Andrea, y comienza a charlar. Es la única que, por obligación, le tiene paciencia. Aparenta ser una persona solitaria. Y lo es. Se refugia en su empresa, en las flores. Vive de ellas.

Hasta hace dos meses, yo también.

En Venezuela decía que, al llegar a Montevideo, estaba dispuesto a trabajar en lo que fuese, pero nunca imaginé que “lo que fuese” sería empaquetar cachupinas y alelíes.

 

Llegué la mañana del 18 de enero de 2018 al movido terminal de Tres Cruces. Al arribar, todo me resultaba extraño. Aún estaba asimilando que ya no estaba en Venezuela. Como muchos, tenía pocos ahorros. Como algunos, contaba con el apoyo de una amiga, que me abrió las puertas sin dudarlo y me recibió de la mejor manera posible. Pero debía conseguir empleo rápido. Y luego de un respiro de pocos días, comencé esa búsqueda.

“Sin cédula no te darán trabajo, eso escríbelo”, “no hay trabajo en Montevideo, ¡no hay!”, “Valentina, la amiga de José, pasó seis meses buscando trabajo, seis meses”, “paciencia, ten mucha paciencia”… Todo me ponía muy ansioso. Contaba con dinero como para menos de dos meses. Si tenía la misma suerte que Valentina, la amiga de José, me veía sucumbiendo en la desgracia. Pensaba mucho. Me imaginaba situaciones.

Para ser historiador, pienso mucho en el futuro.

Al quinto día de estar en Uruguay, vi en Instagram un anuncio de empleo: “Importadora mayorista solicita joven para tareas de almacén. Debe ser ordenado, dinámico y gustarle trabajar. Acercarse a la calle…”. Tomé mis cosas, imprimí un currículo, puse cara de joven dinámico y fui a la dirección indicada siguiendo las señas de Google Maps.

Me desconcertaba que Google me indicara que había llegado. Daban la bienvenida al negocio una vitrina de lo que parecían ser girasoles y margaritas, las únicas flores que logré reconocer. Entré por un pasillo con muchos cajones de madera, todos llenos de mercadería. Había un fuerte olor a plástico. No era desagradable, pero tampoco era el que generalmente asociamos cuando vemos flores. Me esperaba Alberto, el dueño. No era tampoco la persona que te imaginas encontrar a cargo de una tienda de flores.

Comenzaba mi debate de prejuicios.

Me miró de arriba a abajo y fijó su atención en mi currículo. Explicó que el trabajo consistía en armar pedidos de flores, mantener los cajones llenos y atender el orden y la limpieza del almacén.

—Che, viste que este es un trabajo algo complicado. Debes aprender el código de las flores, saber de colores, de formas —me dijo.

—No se preocupe, yo tengo buena memoria. Llegué hasta el quinto semestre de historia en la universidad y sé lo que es aprenderse números, fechas y nombres —le respondí, esperando que no indagara mucho.

—Ta, ta. Veo acá que la última experiencia de vos fue en una biblioteca. No hay, creo, relación alguna entre un oficio y otro.

—Claro que sí lo hay —comenté nervioso—. Una biblioteca está llena de libros, todos tienen cota, que vendría a ser el equivalente a los códigos de las flores. Para que la cosa funcione bien, debes mantenerla ordenada y, además, saber medianamente la ubicación de cada ejemplar.

—Ta, ta. Creo que vos podrías comenzar mañana. Dejame hablar con el contador. Me pasás tu pasaporte escaneado y mañana entrá a las 9:15.

—Perfecto —afirmé, sereno, mientras por dentro ardía una fiesta.

Cinco días en Uruguay y había conseguido trabajo. Nunca pensé que me alegrarían tanto lo que tanto me han perturbado siempre: las flores artificiales.

Los primeros días de trabajo vas lo mejor arreglado posible para causar buena impresión. Tratas de estar impecable y tener la mejor actitud con tu jefe y tus compañeros. Ese día me fui de camisa blanca, pantalón gris y zapatos marrones.

Apenas me dio los buenos días. Miraba al vacío, como luego supe que hacía siempre, y me presentó con Oswaldo, un venezolano que hacía labores de encargado.

Un tobo de agua, cepillo y pala fueron mis compañeros ese primer día. El objetivo de la jornada era barrer los ásperos y polvorientos pasillos del almacén. Mi camisa blanca pasó a combinar con el pantalón gris. Mi pantalón se asociaba cada vez más a los zapatos marrones. Y mis zapatos quedaban igual, color tierra. Trataba de no pensar mucho. Pero pensaba. Pensaba en mi trabajo anterior, en lo difícil que son los comienzos, en el futuro… Rezaba, pedía a Dios, a los santos. Me he vuelto más católico de lo que pensaba desde que salí del país. Creo que es más una necesidad que una devoción. No podía reconocerme: ordenaba flores de plástico y le encendía velas a San Onofre para que me concediera otro trabajo… Esperaba no derretirme encendiendo la mecha en mi ritual semanal.

Alberto suele ser de las personas que hablan poco y mucho. Puede pasar todo el día hablando, como ya he mencionado. De dólares, de China (lugar de donde trae la mercancía) y de todo lo relacionado con el negocio. Por lo poco que sé, vive con sus padres, es judío y forma parte, por tradición familiar, de la comunidad devota de la religión. No tiene hijos ni pareja. Es bastante descuidado en su aspecto y su cara siempre tiene una expresión que coquetea con el desagrado. Entre sus mayores distracciones está ver a sus empleados por las cámaras: cada movimiento que realizas queda registrado y, si te comes la luz, él está ahí para recordártelo. Le importa su negocio, que todo marche bien, nada más.

El primer mes fue duro. Pensaba que no duraría mucho. Llegaba muy cansado a casa, las piernas me dolían. Aunque no lo crean, los almacenes tienen su complejidad. En el caso de mi trabajo, cada especie de flor tenía un código. Y eran más de 800. Hay, por supuesto, tipos de flores a las que los uruguayos que trabajaban conmigo llamaban “desgracias asiáticas”. Por ejemplo: si te piden marimonias con ilusión, ya tú sabes que vendrán acompañadas de unas esferitas de anime introducidas en varas alargadas. Hasta ahora es que vengo a entender que se les llama así porque asemejan la nieve: dan la ilusión de marimonias invernales. Nieve, ilusión, anime… Todo un coctel de emociones al estilo Made in China.

Los clientes pedían la cantidad de flores por cada código y nosotros armábamos los pedidos. Uno buscaba y otro empaquetaba. Debías estar pendiente de si un comprador pedía colores; podías confundir el naranja con el salmón y el rojo con el fucsia. Si te equivocabas, lo pagabas caro: oír por unos 15 minutos a Alberto, y soportar su mal aliento. Si lo perturbas demasiado, te echa, sin titubear.

 

Desde el primer día que llegué, todos hablaban de mayo, uno de los meses más importantes de la tienda. Incluso Alberto me comentaba que en abril era probable que trabajáramos los domingos. Yo no entendía ni quería entender: estimaba que mi tiempo sería corto en la florería.

Pero llegó abril.

Ingresaban como 20 pedidos diarios. Era muchísimo. Pregunté, inocentemente, qué pasaba en mayo cuando el estallido de pedidos sería incontrolable:

—¡Las madres, boludo, las madres!

Para mi tropical cerebro, era difícil asimilar que se vendieran tantas flores para el día de las madres. No concebía cómo alguien podía regalarle a su mamá una flor artificial. Indagando más en el asunto, el aluvión de pedidos se daba también por el agasajo en el cementerio a las madres fallecidas. Tampoco comprendía muy bien que llevaran flores de plástico al cementerio. En Venezuela siempre vi que fueran naturales. Llevado por la curiosidad, pasé un día por una florería de verdad y pregunté por el precio de un ramito de rosas. El vendedor me comentó que costaba 1.500 pesos, es decir, 50 dólares. Además, leí sobre una resolución oficial que, a fin de evitar enfermedades, impedía colocar flores en agua en los camposantos. En ese momento entendí por qué todos compraban flores de plástico.

En el negocio de las flores, los grandes pedidos, realizados por revendedores, lo hacen hombres. Los medianos lo hacen mujeres, donde abundan las Martas, las Mirtas y las Cristinas: nombres que asocias a mujeres de 40 años para arriba. Curiosamente, hay muchas compradoras que fueron bautizadas para el oficio: Lía Flores, Rosa Pérez, Andrea Sauce, María Fernanda Flores, Estela Ramos, Lirio Giménez… Todo un imaginario floral que rodea al colorido empresariado: un rubro para mujeres comandado por hombres.

Estando en la florería vi a compañeros, todos venezolanos, irse por haber conseguido otro trabajo. También presencié varios despidos: uno de ellos por haber pedido aumento de sueldo. Conocí compatriotas de Maracaibo, Mérida, Trujillo… Lo que no pasó en mi país, irónicamente. Alberto prefiere contratar venezolanos: le gusta cómo trabajamos y, entre líneas, entiende que “la necesidad tiene cara de perro”. En seis meses aprendí a convivir con la plena, género musical que sonaba, por lo menos, unas seis de las nueve horas que trabajaba. Y entendí el trabajo de una manera distinta: como una necesidad más que como una pasión.

Alberto pocas veces me reclamó algo. Yo me esforzaba por hacer los pedidos como si de la edición de un libro se tratara. Con sus bemoles normales, casi nunca tuve errores de colores o códigos. Traté de que cada punto y coma fuese en su lugar respectivo. Así, logré sobrevivir esos seis meses que me dieron estabilidad migratoria en un país ajeno.

 

Mientras estuve entre flores, disfrutaba como nunca de mis días libres.

Hace poco, un sábado, visitando el mercado que montan en la calle para hacer las compras de la semana, me detuve ante el puesto de una señora que vende flores naturales, para comprarle un arreglo a San Onofre: santo del trabajo. Una clienta llegó y le pidió un ramo de crisantemos. La vendedora fue a tomar los crisantemos y la mujer le dijo que esos no eran y señaló los de al lado. Vi a la señora, luego observé los ramos y me quedé pensando en cómo podía confundir crisantemos con gardenias si no se parecen en nada. Como se ve, aprendí mucho de flores. Hasta sé diferenciarlas. Como Alberto, hasta hace poco, también viví de ellas.

Ahora estoy en una empresa que presta servicio de entrega a restaurantes. Pertenezco al área logística: mi tarea principal es la de comunicarme con los repartidores constantemente para procurar que cada pedido llegue a su destino. No es fácil lidiar con personas, menos si están bajo la, a veces, complicada ciudad. Si las flores producen emociones, pasé ahora a batallar con las emociones mismas, un negocio menos artificial, pero también menos apacible.


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Caraqueño y carupanero de 26 años. Historiador egresado de la Universidad Central de Venezuela. He trabajado como editor, investigador y profesor. Actualmente vivo en Montevideo, Uruguay.

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