Ramón Toro desayuna temprano. Luego hace ejercicios y a media mañana toma una merienda. Al mediodía se baña y almuerza. A eso de las 3:00 de la tarde, merienda de nuevo y a las 5:30 sale a dar un paseo con su papá. Desde julio del 2018, ese es el momento más prolongado que pasa fuera del anexo que sus padres le construyeron; una pieza desde donde eventualmente vuela excremento.
Fotografías: Rodolfo Pimentel
Cuando Rosa Cartaya de Toro, la mamá de Ramón, cumplió 50 años de edad, dejó el cargo que ocupaba en una oficina en una reconocida institución financiera. Estaba lista para independizarse y emprender un negocio propio, tal como lo había planeado.
Corría el año 2008 cuando montó un restaurante en su casa de La Aguada, ubicada en Palavecino, estado Lara. Ese mismo año, Ramón, su hijo menor, el único varón, cayó en una crisis maníaca. A sus 19 años de edad, fue diagnosticado con esquizofrenia.
“No sé bien qué le detonó la crisis. Quizás, como yo renuncié al trabajo se sintió inseguro económicamente… No lo sé, pero él tenía esa enfermedad desde antes”, dice Rosa, quien además de administradora es psicopedagoga.
En ese momento, Ramón fue medicado con Olanzapina. Con ese tratamiento pudo volver a sus clases de la carrera de administración en la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado (UCLA). También siguió destacándose en varios deportes como la natación, el kárate y el tenis.
Todo marchaba bastante bien, el programa de salud mental del Instituto Venezolano de Seguros Sociales (IVSS) le donaba el tratamiento que le restituía a su cerebro la estabilidad química que necesita, pero con el tiempo el programa dejó de funcionar. Y en 2016, la Olanzapina desapareció de las farmacias del país.
La falta de ese fármaco hizo que Ramón cayera en una crisis psicótica tan severa que aún no ha podido superarla. En noviembre de aquel año, estuvo recluido en la Unidad de Pacientes Agudos (UPA) del Hospital Luis Gómez López de Barquisimeto. Lo llevaron a las consultas de control, pero no mejoraba.
En ese momento, el familiar de otro paciente psiquiátrico le recomendó a la familia Toro Cartaya que lo llevaran al Hospital San Juan de Dios, en Mérida. Rosa y Pedro, el papá de Ramón, reunieron algún dinero con ayuda de sus familiares y lograron llevarlo a Mérida en julio de 2017, justo cuando el país ardía en protestas callejeras, en plena guarimba.
Fue una odisea salir de Cabudare y entrar al terminal de pasajeros de Barquisimeto. Pero pudieron llegar al hospital merideño y, luego de la primera consulta, la psiquiatra que los atendió les dijo que no podían internar a Ramón porque no vivían en la zona y él debía tener familiares cerca para asistirlo en cualquier eventualidad.
Sin embargo, la doctora les ofreció atenderlo en consulta externa dentro de la institución. Como no eran de la ciudad, les permitieron quedarse en el hospital. Les cedieron dos habitaciones y tuvieron acceso a un salón de usos múltiples muy bien equipado: con mobiliario y televisión. También les prestaron una cocina eléctrica.
Las instalaciones del San Juan de Dios tienen rejas, lo que les permitía a Rosa y a Pedro dejar a Ramón mientras salían a comprar comida. Él nunca se quedaba completamente solo: en esos ratos la señora de mantenimiento y algunas personas del hospital lo cuidaban.
Durante su estancia en Mérida, a Ramón le cambiaron la medicación. Le recetaron Haloperidol, Leptazine y Akinetón. También fue sometido a varios estudios que resultaron en un diagnóstico aniquilador: no tiene ninguna posibilidad de recuperar la cordura. Tras ese golpe, regresaron a Lara desesperanzados.
Pero las madres suelen ser tercas. Así que Rosa buscó la opinión de otros psiquiatras a través de consultas privadas. Y le dieron el mismo diagnóstico. Aun así se fue, de nuevo, con los exámenes que recibió en Mérida, al Luis Gómez López. Todo fue inútil: los psiquiatras que lo vieron le dijeron que él ya no podía superar la crisis maníaca. Que no había marcha atrás: la locura estaba apoderada de su mente.
No les quedó más remedio que aceptarlo.
Entonces decidieron buscar otra salida.
Durante un par de años, el papá y la mamá de Ramón Eduardo Toro Cartaya, un joven de 30 años de edad, visitaron la mayoría de los psiquiátricos de Venezuela intentando recluirlo; pero nunca hallaron una opción para él. Se encontraban con centros copados e inoperativos. O impagables, en el caso de los que eran privados.
Mientras buscaban donde internar a Ramón, los Toro lidiaban con la falta de medicinas en el país. Al tratamiento que le pusieron en Mérida le faltaba el Akineton, un medicamento que contrarresta los efectos del Haloperidol que causa rigidez muscular. Y aunque alguna vez lo mandaron a comprar en Colombia, duró algún tiempo sin tomarlo.
“Mi hijo se quedó varias veces tieso. Lo encontramos en muchas ocasiones en el piso tratando de levantarse y en algunas oportunidades se orinaba en la cama”, recuerda Rosa.
La falta de ese fármaco también causó que se le hincharan los pies de tal manera que Ramón casi no podía caminar. Tiempo después, le cambiaron nuevamente el tratamiento, pasó a tomar risperidona y Carbamazepina. Pero le pegó mucho el cambio de psicofármacos, y empezó a irle fatal.
En ese ínterin, los tres viajaron a Caracas donde lo consultó la doctora del Hospital del IVSS que queda en Chacao, pero no vieron muchos resultados. La crisis psicótica se mantenía con el mismo tesón de sus padres por encontrar alguna salida.
Así que durante el primer trimestre de 2018 intentaron recluirlo en el psiquiátrico Dr. José Ortega Durán de Naguanagua, en Valencia, pero no había cupo. En ese centro, popularmente conocido como “hospital de Bárbula”, lo atendieron y lograron estabilizar los síntomas de la manía. Regresaron a casa con Ramón aparentemente estable. Pero Rosa cayó en depresión. Su mamá estaba enferma y ella se repartía el tiempo entre cuidar a su madre en Caracas y a su hijo, en Cabudare.
La mamá de Rosa murió y Ramón estaba muy mal. Destruyó buena parte de su propia casa y se quemó.
Un día, Rosa puso a calentar agua para hacer una pasta. Él, inocente, se echó el agua encima «porque quería bañarse con agua caliente». Se quemó. Su piel morena oscura aún está regenerándose y aunque está bastante sana, le quedan algunas cicatrices de ese episodio.
En ese período estaba tan fuera de control que una noche intentó ahorcar a su mamá. En algunas ocasiones, Ramón también se le fue encima a su papá. «Nunca le había pegado a Ramón, pero tuve que sacar la correa», confiesa entre lágrimas Pedro, quien se encargó de criar a su hijo varón, mientras Rosa trabajaba en horario completo.
Pedro, un hombre robusto, llevaba a Ramón a clases y a actividades extracurriculares cuando era niño. Tenían una relación muy cercana y la verdad es que Ramón fue siempre muy brillante, nunca mostró ningún signo de agresividad, irritabilidad o inestabilidad emocional. Quizás por eso ninguno de los dos puede precisar qué hizo estallar la esquizofrenia.
La locura de Ramón obligó a sus papás a instalar una puerta de metal en su habitación, donde metieron la nevera, la lavadora, el televisor, la comida y los utensilios de la cocina para evitar que los dañara.
Durante el día, Ramón estaba encerrado en la casa, mientras Rosa y Pedro estaban en el caney que alguna vez fue un restaurant. Allí cocinaban, lavaban los platos y pasaban el día.En la noche, entraban a la casa “y que a dormir”, pero casi nunca podían descansar porque Ramón le daba patadas a la puerta de su cuarto, y aunque le llamaban la atención, no cesaba. Y cuando intentaron encerrarlo en su habitación, dañó la puerta.
Rosa no sabía qué hacer con él, solo se encomendaba a Dios por la mañana y en la noche. Agotada de tanto bregar con su hijo, le pedía a ese mismo Dios que se lo llevara. Ya no quería sufrir más ni que él tampoco sufriera. Sentía que la vida de Ramón era una vida perdida. “Es una relación ambivalente”, decía entonces.
Convivir con él resultó imposible. Tanto, que en julio de 2018 Pedro y Rosa construyeron una pieza al lado de su casa. Rosa empezó a ver tutoriales de construcción en internet y también le preguntó a varias amistades sobre el arte de construir. Con esa información empezó a hacerle un espacio a Ramón.
No tenía mucho dinero para pagarle a un albañil, así que solo mandó a edificar la estructura. Ella se encargó de alzar las paredes, distribuir los espacios, instalar las tuberías de la electricidad y del agua, y vaciar la placa. Pedro la apoyó en algunas cosas, pero la verdad es que a él no le gusta hacer ese tipo de trabajos.
Y aunque tuvo que mandar a vaciar la placa de nuevo porque el agua se colaba, esta diminuta mujer levantó un baño y un cuarto de bloques con una cama y una mesa hechas de cemento. Así, cuando Ramón sufre por algún ataque psicótico, no puede destruir los muebles, como ha pasado con buena parte del mobiliario y de la vajilla de la casa de Rosa, quien añora las piezas de cristal que atesoraba en sus vitrinas.
Pero, más allá de lo material, extraña sentirse tranquila. Durante 2018 su cuerpo perdió 15 kilos a causa del estrés que le produjo cuidar de su hijo esquizofrénico.
—Yo debería estar viajando, disfrutando de mi tiempo de jubilación. Nunca me imaginé que mi vejez sería así —se lamenta esta mujer de ojos tristes que eventualmente recibe visitas en La Aguada.
Se siente presa dentro de su propia casa, tan presa como su hijo. Ya Rosa no va a la playa en familia. Antes solía hacerlo con Pedro, sus dos hijas y Ramón. Tampoco sale con Pedro ni al centro comercial ni a clubes. Las veces que lo han intentado temen que se escape.
Y no se trata de un temor infundado. Ramón se ha ido de la casa en varias ocasiones. Una vez, un poco antes de que le construyeran su pieza, se puso a dirigir el tránsito en una avenida cerca de La Aguada que es una zona rural. Ese día, un vecino lo vio y, como sabe de su condición de salud, le dijo:
—Ramón, ¿ya saliste de trabajar?
Él, sin pensarlo, le contestó que sí, que ya estaba listo.
Se montó en el carro y volvió a casa.
Esa vez no pasó nada, pero nunca se sabe. Ramón ha ido lejos, se ha escapado a Caracas.
En esa oportunidad llegó a la casa que era de su abuela. Sus familiares, temerosos, le insistieron que regresara a Cabudare; lo hizo, pero no volvió a su casa. Se quedó en la plaza Bolívar de Cabudare y lo robaron. Se había llevado todas sus pertenencias: su ropa, la Biblia y las fotos de sus sobrinos y de su abuelita.
Los sacerdotes de la Iglesia San Juan Bautista lo auxiliaron. Le reglaron un par de zapatos talla 39, pero él calza 41. Con esos zapatos apretados se fue desde la plaza de Cabudare hasta La Aguada. Llegó hambriento, casi sin poder andar. Hasta se le cayó una uña tras la maratónica caminata de poco más de 15 kilómetros.
Después del robo se incrementaron los síntomas maníacos. Ahora lo tienen muy controlado. «Me da miedo que le hagan daño en la calle o que se vaya y no regrese», dice Rosa. Pero Ramón le reclama. Le dice que está preso, encerrado. Rosa le contesta que no, que está resguardado.
Ese término «resguardado» no lo convence y eventualmente busca salir. Orina cerca o encima de la puerta de metal de su anexo y la está corroyendo. «Él es hábil», sonríe Rosa con resignación, la misma sonrisa que la acompaña cuando tiene que admitir que su hijo lanza por la ventana su propio excremento y que de vez en cuando se toma su orine porque dice que es medicinal.
Durante el día Ramón casi siempre grita, pero ya no lo hace contra sus padres. Sus gritos son parte de sus conversaciones imaginarias. A veces parece que está hablando por teléfono, otras se pone a hablar en inglés, idioma que domina.
Sus desvaríos lo han llevado a pensar que en el patio de su casa hay talibanes. Y de cuando en cuando cita partes de la Biblia, la cual conoce bastante bien, pues ha asistido mucho a iglesias. Primero a la católica, luego a la evangélica, pero en ninguna encontró paz. Al contrario, su mente se fijó más en los demonios que en Dios. Por eso empezó a nombrar al demonio con frecuencia, pero ya hace mucho de eso.
Ahora, en algunas ocasiones le pregunta a su mamá ¿Qué es el génesis para ti? Ella le dice: Creación. ¿Y para ti, qué es el Génesis?, le repregunta.
Así logran hablar un rato en la misma sintonía cristiana, esa que le da paz a Rosa, esa que la iluminó para establecerle una rutina estricta e infalible.
Ese juego de preguntas es quizá uno de los ratos más cuerdos de Ramón y si no es de los más centrados es, al menos, uno de los más positivos. Distan mucho de cuando se daba cuenta de que estaba desvariando, de que estaba fuera de sí. Antes, cuando eso le pasaba, se ponía a llorar.
Ya no hay episodios como ese.
Ahora la vida se sumerge en la seguridad de la monotonía. Ahora, todos los días, al caer la tarde, Rosa y Pedro invitan a su hijo a leer o a ver televisión, y aunque ya casi no lo hace, lo siguen convidando. Antes de irse a la cama, le sirven la cena y le dan su pastilla para dormir. La compran con el dinero que reciben de parte de su familia que vela porque al menos estén alimentándose bien.
La droga seda a Ramón por completo y aleja a sus padres del temor que les producía dormir en la misma casa con un esquizofrénico fuera de control. Ya Rosa no le teme, la rutina y el aislamiento de su hijo le dieron poder. En la noche descansa y se prepara para atender a su niño grande que desayuna bien temprano, hace dos meriendas y en la tarde pasea de la mano de su papá.