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Pablo solo sabía que quería estar ahí

Ago 05, 2020

Pablo Granadino pasó su niñez y adolescencia en Nirgua, un pueblo de pocas calles del estado Yaracuy, en el noroccidente venezolano. Fue allí donde comenzó a soñar con ser artista, con pararse algún día en el escenario del Teatro Teresa Carreño, en Caracas.

Fotografías: Álbum Familiar

 

En la casa de Pablo Granadino se escuchaba mucho rock, mucho pop. Aerosmith, The Beatles, Queen, Madonna. Era la música que le gustaba a sus padres; la que les encantaba poner en el carro cuando salían de su hogar en Nirgua, un pueblo de pocas calles del estado Yaracuy, en el noroccidente venezolano, a las playas del vecino estado Carabobo. Siendo todavía muy niño, desde uno de los asientos de atrás, él tarareaba muy bajito aquellas melodías.

—Pablo está cantando y escucho que suena igual que en la radio —dijo una vez su hermano.

Y era verdad. Aunque aquella no era una familia de inclinaciones artísticas, a todos les quedó muy claro que Pablo tenía muy buena voz. A él, sin embargo, le daba pena cantar en público. Era tímido, no le gustaba ser el centro de atención y prefería estar pintando, solo. Esa era una actividad en la que también destacaba. Aun siendo muy retraído, con el paso del tiempo comenzó a soñar con ser artista. Un día, viendo el videoclip de la canción “Bye bye bye”, de la agrupación estadounidense Nsync, donde los protagonistas aparecen convertidos en unas marionetas que bailan y cantan, dijo:

—Yo quiero ser como uno de ellos.

Pablo quería actuar, cantar, bailar. En la televisión, a veces escuchaba que hablaban de un teatro enorme, en Caracas, llamado Teresa Carreño. Y sin tener muy claro qué era un teatro, repetía que quería, algún día, estar allí. En Nirgua, sin embargo, había muy pocas opciones para un niño con esas inquietudes. Como era evidente su talento, la madre decidió llevarlo a la escuela de teatro del pueblo: el Taller Permanente de Arte Infantil Nirgua. Y allí el pequeño se sintió como pez en el agua. Seguía dibujando, pintando y aprendió a actuar. Enfrentándose al público venció el miedo escénico que hasta entonces sentía.

 

Durante la adolescencia, le dedicaba la mayor parte de su tiempo al taller, al coro del pueblo y al Conservatorio de Música Simón Bolívar, adonde ingresó a los 14 años. En Nirgua abrieron una sede tan poco concurrida de estudiantes que ni siquiera le hicieron una audición para entrar. Allí aprendió a leer partituras y a tocar el chelo. El joven Pablo se juntó con otros muchachos de la zona y formaron una banda de metal sinfónico. Pasaba las madrugadas escribiendo, componiendo, inventando arreglos musicales para ese grupo.

Aunque por todo eso no le prestaba mucha atención al estudio, logró graduarse de bachiller. Sus padres lo habían apoyado siempre, pero no estaban de acuerdo con que se dedicara al arte por el resto de su vida. Le decían que buscara algo que le diera más estabilidad y le hicieron ver otras posibilidades. Él las consideró y se decidió por la que más se parecía a sus intereses: Arquitectura. En esa carrera, pensó, también tendría que crear y utilizar su imaginación, así que presentó la prueba de admisión en la Universidad Central de Venezuela (UCV) y quedó seleccionado.

Así fue que en 2008, a sus 16 años, salió de Nirgua, ese pueblo pequeño y tranquilo, a Caracas, una ciudad grande y ruidosa a casi cuatro horas de distancia en carretera. Pero apenas comenzó en la UCV, se dio cuenta que no podía continuar allí. No era lo suyo, no se sentía cómodo. Abandonó para presentar la prueba de admisión en la Universidad Nacional Experimental de las Artes (Unearte), donde lo admitieron para la carrera de educación musical.

Su rutina era exigente; debía viajar a diario de Guarenas, donde residía con su abuela, su tía y sus primas, para recibir clases en Caracas. Pero en las dos horas de recorrido para llegar y en las dos horas de regreso, pensaba que al fin estaba encaminado en su sueño. Por eso seguía adelante. Y lo hacía con tanto entusiasmo que le quedaba tiempo para más.

En 2012 se juntó con tres amigos y con el apoyo de su familia y otros allegados, creó una agrupación que llamaron CV4: Josema, Pablo, Leo y Marvin se reunían en la sala de una de sus casas a ensayar voces y coreografías. Más adelante un productor que escuchó un demo que grabaron se ofreció a ayudarlos. Le cambiaron el nombre a la banda —Dalion, le pusieron— y comenzaron a tener muchas presentaciones. Les fue bien, pero con el tiempo, se desintegraron y cada uno siguió su propio camino. En el caso de Pablo siguió siendo el de la música.

Le gustaba la vida en Caracas, aunque a veces la ciudad le resultara demasiado hostil.

 

El 5 de enero de 2015, luego de celebrar su cumpleaños 23 junto a una amiga de Nirgua, a una cuadra de su casa en Guarenas, cuatro personas con armas se le acercaron. Como no les veía bien la cara porque cargaban gorras, pensó que era una broma de uno de sus vecinos, pero pronto se dio cuenta de que estaba equivocado. Lo montaron en un carro y se lo llevaron. Pablo escuchaba a los hombres decir que le pedirían dinero a su familia, pensó que lo matarían. Su familia no tendría cómo pagar la cantidad de dinero en dólares de la que los secuestradores hablaban. 

En algún momento los hombres parecieron haberse dado cuenta de que estaban equivocados. No lo buscaban a él. Y en el estacionamiento de un viejo edificio en construcción, lo soltaron. Quienes vivían en ese lugar lo ayudaron a que regresara a casa.

Aquel episodio no hizo mella en su entusiasmo. Más bien comenzó a incursionar en el teatro de un modo más formal. Lo hizo gracias al escritor, director, dramaturgo y profesor de teatro Rubén Darío Gil, quien se convirtió en un padre para él. Lo incluía en obras de microteatro y hacía que Pablo cantara. Incluso, incorporaba sus canciones en aquellas piezas.

Un día, mientras hacía scroll en Facebook, encontró un anuncio que decía: “Audiciones para el musical Los Miserables, Caracas, Venezuela, cantantes profesionales de todas las edades”.

A Pablo no le interesó participar porque a él no le gustaban los musicales. Le parecía que eran espectáculos demasiado cronometrados y prefería los shows más espontáneos. Pero poco después mucha gente comenzó a escribirle por sus redes sociales que se animara a ir. Que ese sería un evento de envergadura. Pablo estaba asistiendo a las clases del maestro Euro Nava, en el Conservatorio Simón Bolívar —adonde había comenzado a asistir hacía poco tiempo— y él tampoco dudó en decirle que fuera al casting. De modo que, ante tanta insistencia, se preguntó: “¿por qué no?”.

Se preparó para la audición. Tenía que interpretar dos canciones de algún musical y preparó “María”, del musical West Side Story. Él quería mostrarle al jurado una canción suya, así que pensó: “Haré un poquito de trampa, voy a llevar uno de mis temas y me las arreglaré para que lo escuchen”.

El día de la prueba estaba muy nervioso, ansioso, angustiado. Mientras esperaba su turno, salió al pasillo a hacer ejercicios de respiración. Allí estaba cuando lo llamaron:

—Que pase Pablo Granadino.

Y él entró.

—¿Qué tema preparaste?

Él les dijo que “María”; pero que se había tomado el atrevimiento de llevar una canción de su autoría.  Entonces recibió una respuesta que lo sorprendió.

—Canta la que te haga sentir más cómodo, sabemos que es la tuya la que quieres interpretar.

“Ya gané la primera”, pensó Pablo.

Tomó su cuatro y empezó a cantarla.

Los miembros del jurado se reían, tarareaban.

Quizá eso fue lo que lo desconcentró y cuando llegó a la mitad de la canción, su mente quedó en blanco.

—Se me olvidó la letra —les dijo.

Uno de los miembros del jurado le dijo que le había gustado y, cuando se retiraba, le pidieron que se detuviera.

—Canta el Himno Nacional.

Y eso hizo.

Le fue muy bien y quedó seleccionado para la siguiente ronda eliminatoria, que sería una prueba grupal. Y allí también fue seleccionado. La tercera etapa del casting fue un workshop, una actividad en la que reunieron a todos los participantes en una sala a hacer ejercicios actorales, canto y trabajo corporal.

Después, les dijeron que debían esperar.

Pasó un mes.

Y un mes más.

En enero de 2019, finalmente, recibió un correo en el que le daban la bienvenida al elenco de Los Miserables.

Comenzó entonces un largo proceso de montaje, con muchos tropiezos derivados de la crisis venezolana. Hasta que en octubre de 2019, en la majestuosa sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño, estrenaron el musical. Ese día, con la luz de los reflectores en su rostro, emocionado, Pablo recordó que cuando era un niño y ni siquiera sabía qué era un teatro se imaginó sobre ese escenario.

Fue, para él, un sueño hecho realidad. Literalmente.

 


Esta historia fue producida dentro del programa La Vida de Nos Itinerante Universitaria, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para estudiantes y profesores de 16 escuelas de Comunicación Social, en 7 estados de Venezuela.

 

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Tengo 23 años de edad y soy estudiante de Comunicación Social en la Universidad Santa María. He hecho cursos de locución, oratoria, modelaje y teatro. #SemilleroDeNarradores

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