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Su nuevo viaje migratorio fue interno

Yohennys Briceño | 25 nov 2023 |
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“¿Cómo pago? ¿Cómo como? ¿Cómo mando dinero a Venezuela?”. Mientras recogía cartones en las calles para venderlos a empresas recicladoras, Juan Herrera no dejaba de hacerse esas preguntas. Había salido de su país para procurarse un mejor futuro para él y para los suyos. No lo estaba consiguiendo. Se sentía solo y quería volver a su tierra.

Su nuevo viaje migratorio fue internoILUSTRACIONES: ROBERT DUGARTE

No fue descabellado que Juan Herrera, a sus 33 años, vendiera algunas de sus herramientas de trabajo —armaba fachadas de comercios usando vidrios o confeccionaba algunas piezas con aluminio— para marcharse a Colombia. Era 2017. La empresa que había creado en 2010 acababa de quebrar y la inflación en Venezuela se desbordaba. Nadie en San Felipe —su ciudad natal, ubicada en Yaracuy, en el centro-occidente del país— parecía interesarse en remodelar su vivienda. Le preocupaba conseguir comida: comer y darles de comer a sus cuatro hijos. Quedarse desempleado no era una opción. 

Para el último trimestre del año, un amigo que tenía en Colombia le ofreció un puesto en su empresa, que se dedicaba a todo tipo de trabajos con vidrios. Entonces Juan agarró su bolso, su pasaporte, y se fue por tierra con la convicción de que volvería en poco tiempo. 

Llegó a Cota, una pequeña ciudad ubicada a unos 26 kilómetros de Bogotá. El amigo lo ayudó a conseguir alquiler, mientras Juan tramitaba el permiso de trabajo y el certificado de curso de altura (indispensable para desempeñar su rol en superficies altas). Durante un mes, su amigo lo apoyó con el pago del arriendo y la comida. Hasta que llegó la documentación y comenzó a trabajar. 

En la empresa le iba bien. Pero pronto se volvió frecuente que se retrasaran los pagos de salarios, lo cual le impedía a su vez pagar a tiempo el alquiler. Juan había intentado excusarse con su casero, pero la respuesta siempre era inflexible: “No me importan tus problemas, tienes que buscar cómo resolver”. 

Con el paso de los meses, ya en 2018, dejó la empresa, se mudó y alejó un poco de su amigo. Tomó parte del pago atrasado de su salario para conseguir otro espacio donde vivir. Fue así que llegó a Funza, una localidad ubicada en Cundinamarca, también cerca de Bogotá.

Como estaba sin empleo, y gastaba el dinero que había guardado en mantenerse, no podía enviar nada a sus hijos en Venezuela. Apenas se alimentaba comiendo pan y tomando refresco. Él siempre había sido conocido por ser un hombre delgado, pero cada vez estaba más y más flaco: su peso empezaba a preocuparle. Permanecía en la calle la mayor parte del día, buscando algo que hacer. 

Cuando comenzaba a quedarse sin dinero, se le ocurrió recoger cartones en las esquinas y adentrarse en las montañas de basura para encontrar plástico y aluminio. Vender esos restos a empresas recicladoras era la forma en la que subsistían algunas personas que, como él, deambulaban por las calles. 

Juan lo hacía de forma casi mecánica, siguiendo los movimientos de aquellos a quienes había visto haciendo lo mismo durante sus caminatas para buscar trabajo. Así se “inventaba la plata” —o eso le gustaba pensar— para no quedarse de brazos cruzados. Y en efecto, con esa actividad podía pagar el alquiler y comer, pero no mandarles dinero a sus hijos en Venezuela. Para hacerse con más ingresos, vendía empanadas y café en las afueras de las empresas que estaban cerca del lugar donde vivía o en cualquier otra donde pudiera encontrar clientes. También se ofrecía a limpiar fachadas de casas, o ayudaba en los restaurantes donde asaban pollos. No dejaba de hacerse tres preguntas: ¿cómo pago? ¿Cómo como? ¿Cómo mando dinero? En el momento en que el cielo se oscurecía y ya no quedaba mucho qué hacer, se quedaba pensando en que apenas lograra un empleo formal reuniría dinero y volvería a su país para estar más cerca de sus hijos y de su familia. La ausencia comenzaba a pesarle. Todavía no tenía un año de haber llegado a Bogotá y sentía que habían sido décadas. La soledad acentuó sus deseos de regresar.

Su nuevo viaje migratorio fue interno

Juan era conocido en San Felipe por trabajar en construcciones y remodelaciones de fachadas. Tenía más de 10 años en ese oficio. Sabía trabajar con vidrio y aluminio, pero tenía experiencia con otros materiales. De allí que un viejo amigo, que había llegado a Colombia y supo que él estaba cerca, lo recomendara para un puesto como obrero en la remodelación de una casa en Girardot, también en Cundinamarca. Ese trabajo le ofrecía una ventaja: podía quedarse a vivir en la construcción, por lo que no tendría que pagar arriendo ni servicios, de modo que lo que ganaba podía usarlo para comprar alimentos y mandar dinero a Venezuela.

Lo entrevistaron y lo seleccionaron. Estuvo unos cinco meses haciendo lo que le gustaba hasta que la obra finalizó. Durante sus semanas, en la construcción, acudió con frecuencia a una iglesia evangélica de nombre El aire de tu casa. Juan es un hombre conversador, dicharachero. Pronto se hizo amigo del pastor, el líder de la iglesia, quien no tardó en conocer sobre sus habilidades. 

Lo recomendó para que trabajara con un amigo suyo que tenía empresas.

Fue así que, ya con 34 años, Juan volvió a Cota para trabajar en Vitelsa, una empresa referencia en Colombia en la creación de piezas de vidrio. Determinado a volver a su casa, estaba convencido de que allí podría recobrar la estabilidad y comprar su pasaje de regreso a Venezuela. 

Entró como ayudante, pero al notar su experiencia lo dejaron como instalador. Luego pasó a ser supervisor, después gerente de una de las plantas. Sus envíos de dinero a Venezuela se hicieron constantes. Vivía solo y el pago del arriendo no le preocupaba. Se iba al trabajo en bicicleta. Podía ahorrar y vivir cómodamente. Pero no tenía a nadie con quien conversar sobre su día, ni de que cada vez que veía los cartones apilados en la calle sentía el impulso de recogerlos y luego venderlos. 

Su nuevo viaje migratorio fue interno

Daba igual las felicitaciones que recibía en el trabajo. Su plan de regreso era inminente. A recuperar su empresa, a sus clientes y sobre todo a su familia. Dejar atrás las frías noches bogotanas para volver a su llano. Pensaba en que las 14 horas que trabajaba en Colombia podía usarlas en Venezuela, cerca de sus pequeños y de su casa, y tal vez obtendría buenos resultados. No ignoraba la crisis que se mantenía en el país, pero dio por sentado que aplicar lo que aprendió en Colombia era la clave para recuperar la empresa y los clientes que perdió. 

En diciembre de 2019 renunció:

—Me voy a Venezuela —le dijo a su jefe. 

—No te vayas, Juan. Quédate aquí que te irá bien —respondió él. 

—Voy a ver a mis chamos. 

—Pero te regresas, ¿cierto?

—Sí, sí —mintió—, voy a visitar a mis chamos, a llevarles su ropa y el Niño Jesús.

—¿Y cuándo te regresarías?

Tardó unos minutos en responder…

—Bueno, en enero más o menos. 

—Si te hace falta dinero para regresarte, yo te lo mando.

La fecha de la vuelta, acordaron, sería el 3 de enero de 2020. 

El 20 de diciembre de 2019 salió al terminal de buses y llegó a Arauca cuatro días después. Primero fue a su casa donde abrazó a su madre. Luego fue por sus hijos. Todos estaban en San Felipe, Yaracuy. El olor a cochino guisado con aceitunas y alcaparras, esa fragancia decembrina del relleno de las hallacas, lo sintió como el oxígeno que necesitaba frente a la asfixiante tarea de migrar.

Para él, Venezuela era otra y estaba listo para trabajar y crecer con ella.

Tras su regreso, pasaba con sus hijos todo el tiempo que no estaba trabajando. Un día con las dos niñas y otro con los dos niños, porque vivían en casas diferentes con sus madres. Cuando tenía más tiempo, veía a los cuatro el mismo día. Pero un revés cambió su dinámica poco después de que iniciara 2020: la madre de sus dos pequeños se los llevó a Chile sin avisarle. Lo supo el día que fue a buscarlos y le dijeron que ya no estaban.

Intentó contactarlos, pero cuando lo logró ya estaban en camino. Devastado, consiguió que lo dejaran hablar con ellos y cada día lo hacía, a través de videollamadas. 

Y en marzo de ese año llegó la pandemia a Venezuela. 

La covid-19 y sus efectos no frenaron el trabajo de Juan. Durante el confinamiento consiguió empleo, recuperó a sus colaboradores y reactivó su empresa. Desarrolló distintas obras en San Felipe en el tiempo permitido para estar en las calles y también visitó Margarita para hacer otras tantas. 

Su nuevo viaje migratorio fue interno

La isla lo cautivó. Además supo de gente que quería emprender nuevas remodelaciones. Y él podía encargarse. Para Juan, ese era el lugar más próspero posible. Así que decidió quedarse: tomó la decisión de establecerse en Margarita y ampliar su lista de clientes. Dejó de nuevo su casa y a sus hijas para hacer un nuevo viaje migratorio, esta vez interno. 

Comenzó a trabajar en la remodelación de casas, restaurantes… y, sintiendo que comenzaba de nuevo a alzar vuelo, le avisó a su antiguo jefe, y al pastor, que iba a quedarse definitivamente, que prefería trabajar para él y su país, que anhelaba volver a ser el dueño de su tiempo.

En 2023 Juan sigue en Venezuela y su empresa crece y se afianza en Margarita. Ve a sus hijas siempre que lo desea y recibe ofertas con tanta frecuencia que a veces debe rechazar trabajos. 

Planea volver a salir del país pero solo para visitar. Ya tiene 37 años, un carro, y dos focos de su empresa operativos: uno en San Felipe y otro en Margarita. Cada día celebra el haber regresado. A veces, cuando duda sobre su decisión, se va a playa El Yaque y contempla el atardecer. Se graba esa imagen como una fotografía y piensa que lo mejor que le pasó en la vida fue volver a poner sus pies en esa tierra, su tierra. 

Yohennys Briceño

Soy licenciada en comunicación social, egresada de la Universidad Central de Venezuela. Escribo crónicas sobre migración —y algo más— desde 2020.
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